Si mi madre hubiese vivido, ayer jueves, primero de julio, habría cumplido los cien años. Era la hija mayor de una humilde familia de nueve hermanos. Circunstancias nada excepcionales en aquellos tiempos que le obligaran a madurar prematuramente, para asumir su parte de responsabilidad en el cuidado de la casa y de los más pequeños. A pesar del analfabetismo galopante de la época y, sin visitar nunca una escuela –solo lo hará, muchos años después, cuando pueda asistir a las clases de educación para adultos–, aprendió a leer de su madre; que, durante la noche, a la luz del candil, leía a su marido los periódicos atrasados o alguno de los escasos libros de que podían disponer. Se llamaba Ángeles Osorio Valenzuela y vino al mundo en Cogollos, en el verano de 1921; un trágico estío marcado por el Desastre de Annual.
Si la edad y las enfermedades le hubiesen respetado, habría podido ser una testigo involuntaria de toda esta larga y convulsa centuria. Una mujer anónima con su particular y única historia; tan real y verdadera como la que cada uno de nosotros protagonizamos mientras vivimos. Sin detenerme en los avatares cotidianos de las miserias y angustias pasadas –que, como a la mayoría de las mujeres de su generación, la mantendrá casi siempre vestida de negro; rindiendo tributo continuo a los duelos y penas acumuladas–, hoy me gustaría detenerme en los acontecimientos político-militares que marcaron el inicio de su existencia.
En esos días, entre comienzo y mediados del mes de julio, en un intervalo de poco más de dos semanas, entre 10.000 y 13.000 españoles morirán en las abrasadoras e inhóspitas tierras del protectorado español de Marruecos. Se cumple ahora, por tanto, un siglo del importante, desconocido y trascendente suceso de la historia de España que, de una u otra manera, alcanzará a todos y cada unos de sus rincones y, como tal, grabado en su memoria colectiva.
A la pérdida de los últimos restos del imperio ultramarino español, en 1898, –de aquel que, en el viejo dicho atribuido a Felipe II, “no se ponía nunca el sol”–, la mirada colonial se dirigió hacia los territorios más próximos del norte de África. Unas tierras que a inicios del siglo XX aún estaban fuera de las golosas apetencias de las principales potencias europeas. Hasta que, en 1912, fruto del acuerdo hispanofrancés se estableció su oportuno reparto: Francia se quedaría con la parte sur y España la franja montañosa del norte, conocida como el Rif. Una región esta última en la que desde bien pronto surgirán conflictos con las belicosas tribus autóctonas, que no reconocían su autoridad. El más grave altercado ocurrirá precisamente en otro caluroso mes de julio, pero de doce años antes, en 1909. Allí, en un lugar próximo a Melilla conocido como el Barranco del Lobo, en una emboscada morirá toda una columna de 150 soldados españoles.
El recrudecimiento del conflicto con las cabilas rifeñas alcanzará su cima en el mes de julio de 1921. Lo hará bajo el liderazgo de Mohamed Abd el-Krim (un jefe beréber que antes había sido aliado de los españoles). En el mes de junio se habría dado comienzo a una importante ofensiva española que pretendía completar la conquista militar de todo el territorio bajo su dominio. El jefe de las tropas, el general Manuel Fernández Silvestre, avanzará, sin apenas resistencia, hasta llegar al campamento de Annual; un lugar muy poco defensivo y que, al parecer, quedaba fácilmente expuesto a las armas enemigas. El desarrollo de los acontecimientos, siguiendo al escritor e historiador Julián Casanova, se producirá del siguiente modo: “el 21 de julio, aislado y sin defensas, el general decidió emprender la retirada, en realidad una fuga precipitada que terminó en el pánico general y en el caos más absoluto y que sembró de cadáveres los más de cien kilómetros que distaban hasta los muros de Melilla […] La catástrofe se consumó el 9 de agosto con la rendición del general Navarro y la matanza de sus tropas en el Monte Arruit”.
La llegada de las noticias sobre los sangrientos hechos conmocionará profundamente a España entera y será causa directa de las crisis políticas que se sucederán hasta el golpe de Estado de 1923 y la implantación de la dictadura de Miguel Primo de Rivera –y, por supuesto, de la posterior caída de la monarquía de Alfonso XIII–. Aquella trágica derrota del Ejército español fue el comienzo de la última guerra colonial española. Una guerra que durará seis años más y que finalizará con la ocupación militar del protectorado de Marruecos.
Un conflicto bélico que, como es de suponer, causará un tremendo impacto en todos y cada uno de nuestros pueblos y ciudades granadinas, pues, recordemos que las quintas recaían siempre sobre los jóvenes de las familias más desfavorecidas y, a pesar de la obligatoriedad del servicio, los hijos de los más pudientes pagando una cantidad veían reducida su presencia en filas y, en todo caso, se aseguraban destinos preferentes y libres de peligro: los soldados de cuota. Una disconformidad y movilización popular contra la guerra que, ya en el verano de 1909, habría provocado la conocida como Semana Trágica de Barcelona; desencadenada a raíz de la huelga convocada para impedir el embarque de las tropas hacia Marruecos.
Una prueba más de la envergadura real del Desastre de Annual nos lo puede dar el título del último libro del escritor Jorge Martínez Reverte, El vuelo de los buitres. Una obra póstuma, en palabras del historiador británico Antony Beevor, “del mejor historiador militar de España”. En el mismo nuestro desaparecido autor analiza de modo riguroso El desastre de Annual y la guerra del Rif. Una batalla y todo su amargo desenlace en la que nos da cuenta, de un modo suficientemente gráfico, de la dimensión real de la masacre y del triste espectáculo de los miles de cadáveres de soldados españoles esparcidos por los desolados parajes norteafricanos. Una soberbia recreación de la trampa mortal en la que fueron cayendo los aislados y desabastecidos destacamentos militares españoles. Unas posiciones que fueron asediadas y masacradas una tras otra, ante la ineptitud, la arrogancia y la absoluta ineficacia de gran parte de los mandos, sobre todo del general al mando (que se contará a sí mismo entre los sacrificados). Sin olvidarnos de las deserciones y los cambios de bando de los soldados indígenas asalariados.
Unos episodios en los que quedará manifiesta la crueldad y el salvajismo extremo de los rebeldes rifeños. Una violencia de la que fueron víctimas muchos de los jóvenes e inexpertos soldados de reemplazo; esos que, como siempre, serán los grandes olvidados de las crónicas oficiales y de las páginas de la Historia. Graves responsabilidades militares sobre las que después se extenderá el grueso manto del silencio (tapando sus corruptelas y cobardías) y un ensañamiento brutal y despiadado que, algunos años más tarde, esos mismos militares africanistas trasladarán a la Península; con sus chilabas marroquíes mercenarias que nuevamente volverán a causar un dolor inmenso entre los de siempre, entre los inocentes hombres y mujeres del pueblo español; ese que nunca se rindió ni se dejó someter mansamente a la agresión del fascismo internacional. Al menos, mientras pudo mantenerse en pie. Como mi madre, mientras vivió.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘