Pues, señor, érase una vez un pueblo, un pueblecito cualquiera, y sucedió que una mañana… Como usted puede ver, este pueblo no tiene nada de particular. La iglesia es bastante vieja, pues data… Bueno, el caso es que es viejísima. Y éste es el reloj… y aquí está la escuela con ese mapa, donde todavía existe el Imperio Austro-Húngaro. Y ésta es una casa cualquiera de un hombre cualquiera, que seguramente se llamará Juan. ¡Lo de siempre! De esta manera, la cálida voz de Fernando Rey nos va introduciendo –aunque, mejor sería decir enganchando–, con un ritmo frenético, en la célebre película Bienvenido, Mr. Marshall (1953), del desaparecido director, Luis García Berlanga.
La visita del ilustrísimo señor delegado provincial al tranquilo y perdido pueblo de Villar del Río se convierte en todo un acontecimiento. Evidentemente, mi visita obedece… Pues mire, mi señor alcalde, manifiesta el preboste con ese lenguaje hueco y grandilocuente, tan propio del franquismo. Mientras tanto, el humilde alcalde, asiente con el pinganillo en la oreja y su boina encasquetada en la cabeza.
–Y, ¿qué hay que hacer en el recibimiento?
–¡El pueblo debe de arder en fiesta! –responde el señor delegado, que de estas cosas sabe un rato, cuando vengan los americanos. Y de paso le habla de la industria.
–¿De qué industria? –pregunta el atónito alcalde (el inolvidable Pepe Isbert), que no sale de su asombro.
En otra secuencia, cuando los vecinos del pueblo salen del cine, la voz del narrador va explicando: En la película del Oeste, como siempre, los buenos han llegado a tiempo. Pero esta noche está todo el mundo muy callado y con la cabeza llena de cosas. Sí. Aquí pasa algo raro –ahora se ve un plano del pueblo, completamente a oscuras–. Ya quedan pocas luces. Se oye el silencio y el pueblo está un poco trastornado. Tengo curiosidad por ver cómo acaba todo esto. Hasta mañana por la tarde, que hay baile en la plaza.
Y al día siguiente, cuando la gente está bailando, se oye un gran alboroto. El caso es que confunden el ruido de una apisonadora con los dichosos americanos: ¡Oh, noble pueblo americano!, le dice el alcalde a los dos operarios, ahuecando la voz. ¡Vamos, ande! ¿No ve que somos de Obras Públicas?…, le replica un obrero y hasta se permite darle un consejo: ¡Yo les aconsejo que no pierdan el tiempo, señor alcalde!
Solitario yo lo he sido siempre, pues ya de pequeño fui un niño encerrado con un solo juguete, confesaba García Berlanga en una entrevista y llegaba a esta tremenda conclusión: La soledad es el destino. Está visto y comprobado que, para crear una obra, hay que ser un alma solitaria. Sin embargo, él no era de los que te cogían a los personajes y los dejaba tirados por ahí: Aunque digan que mis películas son crueles y espantosas, siempre me he cuidado de meterlo todo en el cajón de la comedia y hacer que la gente se ría.
Poco después, el avispado Manolo Morán –representante de la artista Lolita Sevilla, la máxima estrella de la canción andaluza– olfatea el negocio y trata de convencer a Pablo, el alcalde. Le propone pintar las casas del pueblo, comprarles a los vecinos trajes de flamenco y de gitana y una serie de gastos:
–Porque conozco a los americanos y sé lo que les gusta… ¡Yo le juro, por la gloria de mi madre, que le hago un recibimiento a los tíos esos…! ¿Que si regalan cosas los americanos? ¡Yo le aseguro que se van a quedar en el pueblo cuatro días, regalando cosas a la gente!
–¡Ozú! ¿Y no le ha gustado a este higo chumbo? –le espeta Lolita, nada más entrar en la habitación donde se encuentran ambos.
Al pobre Pablo no le queda otra salida que batirse en retirada:
–No, claro. ¡Si quizá tenga usted razón…! –dice con el pinganillo en la mano.
–¡Pues ahora mismo nos vamos a ir usted y yo a la capital, y va a saber quién soy yo! ¿Estamos? –le dice el representante de la folclórica.
A la vuelta de la capital, Pablo congrega a los vecinos en la plaza y, desde el balcón del Ayuntamiento, les echa la antológica arenga:
–¡Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar…!
En esto, interviene Manolo Morán y aparta a Pablo a un lado:
–¡Un momento, jefe! ¡Oiga, señor alcalde! Aquí estoy yo para deciros, que ningún otro pueblo puede arrebataros el triunfo que os merecéis por vuestro coraje, orgullo…
Los hombres van vestidos con sombrero cordobés, chaquetilla, camisa y fajón. Y las mujeres con su peineta, las volantas y el pañolón.
–¡Nosotros nos llevaremos el premio al mejor recibimiento! –les promete el regidor.
–¡Indios, y vosotros, todos, unos mamarrachos! Unos peleles que os disfrazáis para halagar a los extranjeros, mendigando un regalo. Y tú, ¿qué clase de alcalde eres? –les dice don Luis, el orgulloso hidalgo venido a menos, en medio de la multitud.
–¡Hombre, don Luis, yo…! –se excusa Pablo.
Poco después, nadie se acuerda de las verdades del barquero de don Luis, y todos se ponen a la faena de remozar el pueblo, blanquearlo, ponerle colgaduras… En esto, suena la trompetilla del pregonero en la plaza del pueblo: ¡De orden del señor alcalde, que mañana se presenten vestidos de andaluces para el ensayo del recibimiento a los americanos…!
Al día siguiente, todo el pueblo es una fiesta –como quería el señor delegado– y los vecinos saludan con los sombreros la llegada de un viejo Ford. El representante y el alcalde ensayan el recibimiento a los americanos y, al son de la banda de música, todos desfilan por las calles del pueblo, mientras van cantando: ¡Americanos, os recibimos con alegría y a la niña bonita van a obsequiarla con un regalo! ¡Americanooos, con alegría! ¡Olé mi madre! ¡Viva el tronío!… Es memorable esta secuencia –la volvieron a escenificar en el 50 aniversario del estreno de la película–, mientras que un cojo despistado cierra el desfile.
De nuevo se oye la voz melosa del narrador: Todos tienen derecho a pedir una sola cosa. Sí. Una sola es muy difícil. Don Luis, el hidalgo, todavía no ha pedido nada… Y por riguroso orden, el alcalde, el cura y el representante van anotando lo que pide cada labriego: Yo quiero una pareja de mulas. Y yo un cabezal. Yo quiero una máquina de coser…, dice una humilde mujer vestida de luto.
Ahora es de noche y el pueblo parece que duerme tranquilo y esperanzado, pero parece que algunos vecinos tienen pesadillas. El párroco de Villar del Río sueña que le persigue el Ku-Klux-Klan y que un tribunal americano lo juzga: el famoso Comité de Actividades Antiamericanas que, por la década de los cincuenta, dirigía el implacable y alcohólico senador McCarthy. Siempre a la busca de comunistas, por lo que dieron en llamar a aquel engendro la Caza de brujas. Pablo el sordo, en cambio, sueña con el lejano Oeste, esas películas que tanto le gustan; y hasta tiene un memorable duelo con el artistazo Manolo Morán: se retan, cruzan las miradas e incluso hacen un amago como que desenfundan las pistolas. De este modo, García Berlanga ridiculiza magistralmente estas americanadas, los famosos duelos de casino entre pistoleros de medio pelo, que huelen a boñiga de vaca. Le bastan unas imágenes para mofarse de la leyenda del Oeste americano.
Yo he tenido una madre muy rígida, estaba completamente sorda, pero a pesar de ello era de ésas con manojo de llaves a la cintura. Y en otra ocasión, decía García Berlanga: En lo que sí hemos coincidido es en la superioridad de la mujer: una criadora de calzonazos. Nace educada para crear hombres sumisos…
¡Que ya están aquí, que están subiendo la cuesta!, da la voz de alarma un lugareño desde el campanario. ¡Preparados… música!, ordena el alcalde. Pero, unos instantes después, la comitiva de lujosos haigas americanos pasa de largo. Ni siquiera les dan los buenos días. Sí. Como se lo estoy diciendo. Todo el pueblo se ha quedado mudo, sin saber qué hacer y con la mirada perdida en el horizonte. Y con su triste pancarta de Welcome. Pero, en medio de la desolación y del silencio, dejemos que prosiga hablando Fernando Rey –el hijo del coronel Casado–, aquella voz familiar de nuestra infancia: (…) Con esta agua van a crecer muchas cosas… las mujeres al rosario y los hombres al café. Y Villar del Río vuelve a ser lo que había sido siempre… Ahora hay sol y hay esperanza. Suena la campana, la vieja campana. ¿Oyen? Y como siempre, un hombre que está trabajando –vemos a un campesino arando el campo con el mulo– se levanta y descansa. O sueña mirando hacia arriba, al cielo. Porque, en definitiva, ¿quién es el que no cree en los Reyes Magos? Y colorín colorao, este cuento se ha acabado.
Los sueños y las esperanzas de los aldeanos se han esfumado, pero ahora hay que volver a la dura faena de cada día. Bienvenido, Mr. Marshall es el fiel reflejo de la vida miserable y penosa en los pueblos, a principios de los años cincuenta. Es la viva imagen de la España del mulo y de la alpargata, de esa España religiosa y callada que le tocó vivir a nuestros padres.
Plácido
En la película Plácido (1961), García Berlanga cuenta una serie de peripecias que le ocurren a Cassen (Casto Sendra), en el día de Nochebuena, porque le vence una letra de su motocarro. Y de paso, el director aprovecha para poner al descubierto las mezquindades e hipocresías de la sociedad española. Retrata situaciones ridículas, pero los diálogos son muy vivos y los personajes están bastante logrados. Mientras tanto, uno se deleita contemplando a esas mujeres, con los pañuelos en la cabeza, y a los hombres con sus gorras y aquellas pellizas de antaño. Entonces, uno era un niño que correteaba por las calles, con remiendos en los pantalones y sabañones en las orejas. He copiado algunas frases al vuelo:
El que quiera jamón que me siga… Bueno, don Gabino, lo llevamos o no. ¡Ni por favor, ni nada! Este muerto no es nuestro. Pues, entonces, ¡transporte usted al finado! ¡Se le paga y santas pascuas! ¡Gabino, échame una mano, tenemos que llevar al muerto! García Berlanga se revela tan sarcástico como Hitchcock o Luis Buñuel (a este lo acusaron de cruel): aprovecha que tienen que llevarse al difunto en el motocarro para hacer chascarrillos y retratar situaciones jocosas: Antonia, trae una de esas mantas viejas… ¿Cómo está el asunto de mi excedencia? ¡Ay, mi Pascual! ¡Ay, el pobrecito; qué desgracia! ¡Taparlo bien! Con lo que a él le gustaba ir en coche. ¡Era muy bueno, muy bueno! ¡Qué desgracia!, ahora que lo iban a colocar en el ayuntamiento de guarda… Y así va lloriqueando la viuda, mientras que al muerto lo llevan a mal traer.
En fin, que todo este tinglado ocurre en un par de minutos trepidantes. Y en esto, le endiñan el muerto al pobre Plácido, que, cuando viene a darse cuenta, lo tiene metido en su flamante motocarro. Y, como remate, tiene lugar un incidente: ¡Desgraciado, cobarde! ¡Golfos, que sois unos golfos…! ¡Si el muerto levantara la cabeza, los corría a todos a gorrazos, incluido al director! Con todo, quizá sea Plácido su mejor obra. El filme termina con una música que recuerda a Amarcord, de Federico Fellini. Seguramente, al gran cineasta italiano debió de gustarle la banda sonora de Plácido.
Y no me gustan los tíos guapos, por el mero hecho de que a mí, lo que me divierte, es miserabilizarlo todo, la belleza también… Las contradicciones que luego han presidido todo mi cine: la amargura y la tristeza de unos personajes que, hagan lo que hagan, nunca van a poder superarse. Podemos decir que, en estas frases, se resume el pensamiento negativo de Berlanga, ese pesimismo existencial. Se parte de una situación y, en un momento dado de la película, da la impresión de que el problema se va a resolver. Pero de nuevo se vuelve a la situación inicial, si es que no ha ido a peor, que será lo más seguro.
La escopeta nacional
La escopeta nacional (1978) engancha desde el comienzo, con la llegada de un extravagante matrimonio catalán al cortijo, donde va a tener lugar la cacería. Allí se junta la burguesía rampante del franquismo: banqueros, empresarios, marqueses…, hasta un ministro y un cura carca. ¡Jaume!, exclama la rolliza Mónica Randall. ¡Esto es una merda! despotrica Jaume –por más señas, José Sazatornil–, que lleva un manchurrón que le coge media cazadora. ¿Es que no hay nadie? ¡Buenos díes!, llama inútilmente, mientras lleva la escopeta al hombro como un recluta despistado. Saza está espléndido en el papel de empresario catalán tenaz.
–¡Ahí dentro en el salón hay un degenerado que se la está pelando a cuenta de la señorita! –le dice al fotógrafo, que está haciendo un anuncio publicitario con Esperanza Rey, en biquini.
Y el retratista le responde que el degenerado –José Luis López Vázquez– es el hijo del marqués de las Marismas. Este personaje no es otro que el locuaz Luis Escobar –ya fallecido–, que en la vida real era marqués, mientras que ahora despliega sus dotes de cómico. Lo cierto es que el pobre Jaume, con la escopeta al hombro y la esposa detrás (lleva el abrigo de pieles) –¿Es que no hay nadie?–, va de chasco en chasco. El catalán, que ha pagado la cacería y va buscando las pelas, le aclara al ministro (que no es otro que Antonio Ferrandis): No. Yo he venido aquí por los porteros electrónicos automáticos. Y en otra escena, dice con esa hipocresía tan española: ¡Jaume Canivell, para servirle!
El hijo calavera del marqués de las Marismas resulta que se ha liado con la actriz, que es la novia del ministro, por lo que se atrinchera con la escopeta en una casa. El cura –durante la cacería se enzarza en una pelea con otro cazador–, acompañado de la esposa del marido infiel, le ordena desde lejos:
–¡De rodillas delante de tu mujer, insensato! Lo que Dios ha unido en la Tierra, no hay Dios que lo separe –y en otra secuencia, pronuncia esta frase mítica que tanto se oía en aquellos años–: ¡Mano dura y estaca, que hay mucho sinvergüenza en este país!
El personaje del capellán no podía ser otro que Agustín González, en su eterno papel de cascarrabias. Y la cinta acaba con esta frase en la pantalla: Y ni fueron felices ni comieron perdices… desgracia habitual mientras existan ministros y administrados. Corría el año de gracia de 1978, en aquellos días convulsos de la Transición, cuando Adolfo Suárez –que dijo por televisión, yo puedo prometer y prometo– intentaba gobernar la caótica España con mano izquierda.
García Berlanga no desaprovecha la ocasión para ridiculizar a la caduca y corrompida sociedad del franquismo. Sin quererlo, mis últimas películas estaban reflejando el pulso vital de la Transición española, a mi manera; y así, en La escopeta nacional retraté el posfranquismo de los últimos años del franquismo.
En 2003, habían transcurrido cincuenta años desde la muerte de Stalin, del final de las cartillas de racionamiento y del famoso estraperlo…. ¡Cómo había pasado el tiempo! Recuerdo que, un año antes de su muerte, García Berlanga había dado una conferencia en Granada. El caso es que no pude ir. ¡Cuánto me hubiera gustado conocer en persona a este valenciano barroco! Porque yo lo veía humano y con esos ramalazos de ironía. También he de confesar que tenía frases escritas de la película El verdugo (1963), una obra maestra del humor negro con un final impresionante. El pobre empleado de la funeraria está ilusionado con emigrar a Alemania pero, al final, acaba estrangulando cuellos a los infelices condenados al garrote vil: ¡Calma, si no se va a dar cuenta, todo es muy rápido!, trata de darle ánimos el director de la cárcel, mientras que la Guardia Civil tiene que llevarlo a rastras para que efectúe su primera ejecución. Pero se cae al suelo y hasta vomita, cual desdichado Pascual Duarte, mientras se pregunta inútilmente ¿Por qué? Y ya, cuando ha concluido la ejecución, exclama: ¡No lo haré más! ¿Entiende? ¡No lo haré más! Sin embargo, su suegro, el sempiterno Pepe Isbert, le responde con la experiencia y la frialdad del verdugo que acaba de jubilarse. Así termina este filme que, en su día, quiso ser un alegato contra la pena de muerte y la Dictadura de Franco. García Berlanga también hizo la famosa película La vaquilla y estaba contento con París-Tombuctú.
Fue aquel largo y aciago año de 2003 cuando logré ver entera la película Bienvenido, Mr. Marshall; antes había visto alguna que otra secuencia, pero poca cosa. La pasaron por televisión, con motivo del cincuenta aniversario de su estreno, y la grabé en vídeo. Y al día siguiente, que era domingo, llegué a verla hasta tres veces: tanto llegó a fascinarme la tragicomedia de Villar del Río. Fue todo un descubrimiento para mí y, desde entonces, se convirtió en la mejor película de mi colección. Hay que señalar que es un filme de ambiente andaluz y, cuando se rodó, nadie creía en él. Aseguran que, durante el rodaje, Pepe Isbert y Manolo Morán metieron todo el follón que pudieron y más. A todo esto hay que añadir que la todopoderosa delegación norteamericana protestó porque, al final, aparece una bandera de papel yanqui arrastrada por las aguas del río. El caso es que esta secuencia fue censurada cuando la exhibieron en el Festival de Cannes, pero la cosa salió bien y la cinta fue premiada con una mención del jurado.
Aquellos fueron años de miserias y plegarias. De muchas plegarias. Y resultó que, la única ayuda americana que vieron nuestros inocentes y crédulos ojos de niños, fueron aquellas bolsas de leche en polvo. Recuerdo que se me quedaba pegada en el paladar. Todavía conservo el vale con las raciones de la leche –ayuda social americana–, que por entonces repartía Caritas Diocesana; así como una descolorida carpetilla roja de gomas, de mis padres, donde hay escrito: cartilla de racionamiento.
Una de las razones que me empujaron a escoger mi oficio fue la de buscar una protección a mi timidez ocultándome al otro lado de la cámara, disfrutando del anonimato que en aquel tiempo tenían los directores, eclipsados por el estrellato de los intérpretes (…), seguiremos buscando en el cine la emoción de la luz y las sombras, el extravío del espejismo… perdidos en el encantamiento arrebatador de esa fábrica de sueños, dijo García Berlanga en su discurso de ingreso en la Real Academia de San Fernando.
Luis García Berlanga nació en 12 de junio de 1921 y falleció el 13 de noviembre de 2010, por lo que se ha conmemorado el centenario de su nacimiento con diversos actos. Me gusta mucho la vida y me cabrea tener que desaparecer, decía este buen valenciano. Pero, bueno, nos ha quedado su obra y eso es lo que importa ahora. Y de paso, una retahíla de personajes chasqueados y, cuando no, contrariados. ¡Muchas gracias, Mister García Berlanga, por esos inolvidables dramas rurales donde las cosas siempre iban a peor!
Hoy el pueblo de Villar del Río parece que anda como huérfano y cariacontecido; pero no crean que es porque los haigas americanos pasaron de largo, dejando una espesa nube de polvo. No. El caso es que por aquí la vida sigue igual que siempre, aunque ahora está sonando la campana, la vieja campana. ¿No oyen el tañido?
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