Jesús Fernández Osorio: «Ayer, siempre ayer»

Quiero volver a la infancia
y de la infancia a la sombra.

Federico García Lorca

Se suele atribuir la creación de la palabra nostalgia al médico suizo Johannes Hofer. Quien, en el año 1688 y siendo todavía un joven estudiante de Medicina de la Universidad de Basilea (Suiza), se atrevió a unir dos palabras griegas: «nóstos» (regreso a casa) y «algia» (sufrimiento). Según él, la confluencia de ambos términos vendría a explicar el resultado de sus investigaciones en la que debió ser su tesis doctoral. Se referiría con ello “al padecimiento que aquejaba a los soldados helvéticos que se encontraban en combate, por su deseo de regresar a casa”. Y es que, venía observando que los jóvenes mercenarios que se hallaban lejos de su tierra experimentaban toda una serie de síntomas característicos: fiebre, pulso irregular, languidez y dolores de estómago. Un malestar continuo y prolongado que, incluso, les acentuaba en sus irrefrenables deseos de volver; aún a costa de ser considerados desertores. Y, por ende, perseguidos y proscritos.

Un origen psicológico de la palabra nostalgia o “mal del país” que aquejaba a los habitantes de las altas praderas centroeuropeas al que, igualmente y avanzando el tiempo, también se le buscarán causas fisiológicas. Y este podría ser el caso que encontremos en la famosa novela de Johana Spyri, Heidi (1880). Un relato, como se sabe, ambientado en idénticos escenarios de las montañas suizas que, bastante posteriormente, se convertirá en una muy famosa y emotiva serie de televisión de finales de los años setenta. En la misma y con todo el poder de los dibujos animados, su protagonista, una niña huérfana, pasará a vivir con su abuelo en los idílicos escenarios de los Alpes suizos. Una situación que cambiará radicalmente cuando sea enviada de vuelta a la ciudad y cuando, por tanto, se vea alejada del entorno de las altas montañas. Allí, alejada del pleno contacto con la naturaleza en el que había vivido feliz, también enfermará por su ausencia.

Heidi (1974)

Unas andanzas, llenas de inocencia y ternura, de nuestros protagonistas televisivos de la infancia (Heidi, Pedro, Clara, Copito de Nieve, Niebla, etc.) que, si se me permite el inciso, lograban cautivarnos cada tarde frente al televisor. Si bien solo en momentos puntuales, pues, en los pueblos pequeños como el mío, la vida entera de los niños y niñas pasaba por la calle. En un todo amplio que, en nuestra inquieta y azarosa vida infantil, transcurría lenta y apacible entre la escuela, el campo y los juegos con los amigos. De las carencias, del dolor y de las faltas ya se irá encargando después el olvido de relegarlos en sus más inaccesibles vericuetos; como si no hubieran existido de veras.

En esa evocación de un lugar y de un tiempo pasado y siguiendo con el conocido dicho de “si quieres ser universal, habla de tu pueblo” –aunque, obviamente, sin albergar tan altas proposiciones– yo, hoy, no he podido sustraerme a acompañarla de una imagen que nos ayude a aflorar la sensibilidad hacia todo aquello que una vez fue, que ya ha sido y que, de alguna manera, sigue existiendo en nuestra memoria.

El instante captado, y que me ha servido para encabezar estas líneas, nos muestra una escena de vida cotidiana de nuestro estrecho mundo rural de antaño. En la fotografía, cortesía de mi amigo, José Grande Travé –y, a modo de todo un tratado etnográfico de finales de los años sesenta y principios de los setenta, conservado por él–, un grupo de mujeres lava la ropa en las frescas y cristalinas aguas de la acequia que atraviesa la población. Son animosas mujeres jóvenes que lavan y tienden sus blancas prendas entre los árboles o en los arbustos más cercanos. Mientras, a su alrededor, atentos a sus fatigas y desvelos, se desenvuelven con naturalidad y despreocupación sus hijos más pequeños. Enfrente, los más ancianos se agolpan en la Esquina del Horno. Un conocido e ideal punto de encuentro de siempre: ahora buscando el regocijo de la sombra estival, pocos meses después lo será, por todo lo contrario, por los cálidos y placenteros rayos del sol invernal.

La ausencia de hombres y jóvenes por calles y plazas puede estar debida a su casi segura ocupación en las antaño duras y laboriosas labores de recogida de la cosecha: siega a mano con la ayuda de una hoz, barcina del cereal hasta las eras, trilla de las mieses… Continuas y dificultosas tareas que absorbían todo el tiempo disponible. Sin embargo, y a la vez, necesarias y gratificantes, pues aseguraban ganar el pan del resto del año.

Torre de la iglesia de la Anunciación, Cogollos

Por otro lado, significar que la imagen recoge los elementos centrales del pueblo en aquellos momentos: la omnipresente Cruz de los Caídos (por Dios y por la Patria, obviamente), la desaparecida balsa abrevadero de planta circular y, por supuesto, el aljibe morisco. Todos, excepto la esbelta torre que a modo de faro guía los pasos y las miradas del caminante y que aquí, en cambio, solo permanece a modo de gigantesco cíclope vigilante. Pues, la escena discurre junto a la entrada misma de la iglesia, de la que le separa su grueso, desgastado e irregular muro. Y, por supuesto, de nuestra majestuosa sierra y la imponente Sierra Nevada y sus nieves perpetuas, al fondo. Nuestras particulares y melancólicas altas montañas.

Perspectiva de Cogollos desde su sierra

Sin duda, todo un remanso de paz y toda una nostalgia de un lugar y de un enclave: de Cogollos. Y, sobre todo, de la permanencia de unas vivencias que, en la sociedad globalizada actual, muchos aún conservan y algunos, buscando cierto alivio a nuestros males, rememoramos escribiendo sobre unas raíces y unas señas de identidad colectivas. Por lo demás, tan poco diferenciadas de las practicadas en otras localidades de nuestro entorno comarcal, tanto de Guadix como del Marquesado del Zenete.

Pero, antes de concluir, se hace preciso advertir que la nostalgia también tiene un peligro y es que se pueda convertir en un modo de aferrarse a un tiempo y a un lugar que, a fuerza de recrearlos, nunca existieron. Una obsesión que puede terminar conformando la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Algo que, en el mejor de los casos, seguramente no dejará de ser una suerte de utopía. Por todo ello, y para evitarlo, creo que, estas esencias únicas y estos sueños compartidos, debieran servirnos para, en cierta forma y en palabras de nuestro insigne escritor, Pío Baroja, recordarnos que solo “somos la prolongación de nuestro pasado”, de nuestra historia común. Una historia de la que algunos no estamos dispuestos a renunciar a la hora de afrontar el futuro.

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Jesús Fernández Osorio

Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).

Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.

Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen

y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX

Jesús Fernández Osorio

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