Una poesía de nuestro tiempo, pero a su vez de cualquier tiempo
Cuando los poetas orientan sus actividades hacia fórmulas exitosas dominantes, con la finalidad de no caer en el olvido de sus contemporáneos y adoptan métodos sazonados ideológicamente con un lenguaje prosaico, conversacional, excesivamente coloquial, anti literario, soez y hasta procaz en algunas ocasiones, me parece a mí, que la poesía pierde una de sus aspiraciones fundamentales: la plenitud; y así, de esta manera, solo nos quedará una colección de fragmentos diseminados de creencias e ideologías.
Por el contrario, cuando la poesía levanta su vuelo y nos levanta con su vuelo a salvo de la brutalidad y de la ignorancia, encontramos un espacio de aspiración a la verdad anterior a cualquier orden racional establecido.
Digo esto, porque he leído con ataraxia la última entrega poética de José Lupiáñez, Las formas del enigma de ediciones Carena, 2021, un poemario en donde he encontrado una poesía de nuestro tiempo, pero a su vez de cualquier tiempo. Una poesía de nuestro tiempo, porque sofoca el peligroso énfasis retórico de nuestros días con un lenguaje deliberadamente comprensible, pero a su vez profundamente elegante, explorado y manejado con tal maestría que apenas queda percibida su riquísima retórica a lo largo de los 45 poemas que componen el libro, de tal suerte, que pareciera que sus poemas fluyen bajo el manto de lo prosaico. Sin embargo, su lenguaje siempre nos va dejando aromas de belleza, y en estos tiempos que vivimos ese entregar la belleza es dar mucho: «derrama la mañana su luz sobre el campo», «verdes laberintos, sonoros, verticales», «otro amargo horizonte se expande hacia lo lejos» «trinos plateados salpican en las copas», «el sol esconde destinos»…
Y decíamos también que a su vez era una poesía de cualquier tiempo, porque nos muestra, los espacios de la tragedia humana con su carga de horror e impotencia, junto al ansia de plenitud de nuestro poeta con temáticas que sugieren a los viejos tiempos de Píndaro a Rainer María Rilke o, quizá, a Juan Ramón Jiménez.
Este libro de poemas es, pues, un reencuentro con los grandes temas del pensamiento, el apetito de conocimiento y el hambre de infinitud; la poesía que leemos en este poemario rezuma belleza por los cuatro costados y apunta a una redención de lo vulgar -con naturalidad, con sencillez y sin esfuerzo aparente- para llegar a alcanzar las más altas cotas de intensidad lírica desde su propio testimonio, en donde se recogen los momentos en los que la vida de nuestro poeta se adensa entre los restos de una desconcertada fe: «todo es una ilusión, ya sé, todo es incierto / como mi vida en este instante». Entendemos, pues, que, tal vez, todo el andamiaje sobre el que sustenta esta obra, Las formas del enigma, obedezca en su proceso creativo a un de monólogo ensimismado de nuestro poeta con el pensamiento, la nostalgia, el amor o el misterio. Nueva palabra en el tiempo, sí pero sobre todo conciencia de un latido existencial y extraordinariamente estético en medio de la añoranza de una realidad más plena.
Una de las preocupaciones que acechan a Lupiáñez es el paso del tiempo -imprescindible en todo poeta pensativo-. Así en su extensísimo poema Fábula profana de 171 versos alejandrinos, de un ritmo tan avasallador y contundente como de fácil comprensión nos recordará, por sus reposadas armonías, a algunos de los poemas de Rubén; y, por otro lado, con un estilo culto y cuajado de expresiones metafóricas nos expresará su sentir ante la fugacidad del instante: en el último verso de este ancho poema nos dirá: «Soy un hombre que, en vida, ya se va deshaciendo»; en el poema Lo sagrado de clara influencia machadiana y de un delicado simbolismo expresará: «hace solo un instante era de noche por el mundo./Ahora ya no, ahora impone su reino la mañana». Es más, Lupiáñez en su paseo por el recuerdo nos describe con primorosa sensibilidad su actitud anímica ante el presente y ante el paisaje con cierto tono de pesimismo frente al descalabro final o, tal vez, ante el desgarro por la ausencia del yo poético : «aquella línea vaga y anaranjada es como el borde/ de un abismo lejano,/ hacia el que van mis pasos/ por senderos desconocidos;/ caminos por donde quedan muchas huellas borrosas, plateadas que otros fueron dejando».
Las referencias temporales al transcurso de toda la obra entre el pasado y el presente son frecuentísimas, pero, quizá, el camino que hace y contempla Lupiáñez – probablemente, desde la lucidez de su retiro- son el cauce por donde discurre un sentimiento nostálgico de un tiempo que ya se fue, pero que aún persiste en el recuerdo «gastado en los altares de la belleza efímera»; muy al contrario, de la trayectoria vital de A. Machado -cuyo influjo es patente- cuando evocaba a «la pobre loba muerta o la pobre loba herida», en que se lamentaba doloridamente por la juventud perdida.
Como los grandes poetas -donde apenas encontramos una línea de desunión entre la vida y la obra- Lupiáñez nos va a mostrar, sin grandes estridencias, en este libro de poemas las confesiones de un poeta erótico, carnal y apasionado en la búsqueda de la mujer ideal, como lo fue también Juan Ramón, y un poeta, a su vez, heredero de la tradición de Dante, Petrarca y de la poesía provenzal en la idea de considerar la belleza de la mujer como un reflejo de la belleza absoluta, muy alejado del quehacer poético de nuestros días. En el poema Bañista, nuestro autor formulará tales ideas de esta manera: «sola, sola en la majestad de tu belleza, /mientras la brisa fresca que las olas levantan/ mueve con gracia/ tus cabellos y anticipa/ la imagen de lo imperecedero en mis ojos». En definitiva, unos y otros, seguidores de Platón, entendían que al cantar la idea de la mujer estaban perfeccionando su propio espíritu y lo tornaban más puro; por esto, concluye diciendo al final del poema: « si he de perecer lo sea en tus brazos»
Tendríamos que decir, por tanto, que estos versos, hijos del tiempo en que vivimos, no pueden desunirse ni un ápice del eco del pasado, sino que al transcurso de toda la obra siempre nos vamos a encontrar con dejes que responden a una tradición filosófica y literaria, que conoce muy bien Lupiáñez y que actúan en Las formas del enigma de una manera tan sugestiva como emotiva; con esto consigue llevarnos de su mano a percibir una visión del amor y de este mundo más allá del tiempo. Y es que José Lupiáñez, incluso en los poemas de más elevada exaltación erótica (Con esta lluvia) nos muestra siempre nuevas fórmulas de aproximación a lo absoluto, puesto que no es capaz de concebir la poesía sin escudriñar en la dimensión de lo infinito. Una ambición, que, por cierto, desde nuestra concepción literaria, debe tener siempre la más alta poesía: «¿Qué plenitud reinaba: su cuerpo el horizonte, su cadera en mi sombra, un conjuro, su enigma?». Besaba el mundo entonces nuestras bocas heridas, / y yo moría sin miedo, y el amor lo era todo».
Al abrigo de la brevedad del ser, nuestro autor encuentra en el cosmos, en la persona amada, en el Desaparecido, en el paisaje urbano o en la contemplación de la naturaleza marina el tú lírico para sus confesiones más doloridas sobre la fugacidad de la vida (paseo por la orilla); quizá, también Lupiáñez haga cómplice, entre los silencios de su soledad, al pájaro– un guiño a Juan Ramón Jiménez-, que, desde la quietud de la rama y, tan solitario como él mismo, es al único que le hace participe del escenario del fracaso absoluto, que tanto acucia a nuestro autor: «persisto aquí, apagado, contemplando,/ a este pájaro que vigila confuso, y se calla, / acaso porque es triste cantar la desventura». Las formas del enigma no escapan, pues, a la contemplación de la angustia del corazón; como expresaba Rilke: «¿Quién no se sentó temeroso ante el telón del corazón?»
Queda, al fin, el yo poético, el que transita por estos poemas entregado y arrojado al tiempo, que se yergue contra la amenaza del yo desposeído por la fugacidad de la vida; un yo lírico siempre en soledad, en la contemplación y en la creación de nuevas imágenes; un yo cercano a la realidad, pero que se nutre de inmensas referencias culturales inherentes al poeta, que se expande por el libro -producto de las copiosas lecturas de nuestro autor- como telón de fondo en el proceso creativo de este poemario, frente al espectáculo de lo cotidiano de la poesía actual que se alimenta de fórmulas fútiles e inocuas. Leemos, en fin en estos versos la palabra que se levanta y habla entre silencios, no solamente los suyos, sino los de todos.
La lírica que nos vamos a encontrar en Las formas del enigma alienta tanta tensión emocional que nos lleva al advenimiento de lo trascendental y la palabra actúa no solo como elemento catártico ante nuestra fragilidad y redentora del olvido, sino también como mensajera de la verdad y como conciencia que se abre a la eternidad: «Que la palabra sea hoguera, /que arda hacia adentro, en lo hondo; / que tu palabra prefiera / llegar al fondo. Hay una aspiración, a su vez, en este poema (Migajas poéticas) para que la palabrería poética de «modas» e «imposturas» sea aniquilada y la palabra poética, por el contrario, se abra hacia el misterio, hacia lo desconocido o hacia el enigma como fundamento del pleno existir. Decía Heidegger: «el poeta tiene por gran oficio dar nombre al universo» ; por esto, entendía que el lenguaje era la casa del ser, y el ser del universo no se decía sin la gracia de las palabras que nombran las cosas.
La conciencia se abre hacia la eternidad; dicho de otra manera: el sentir hacia nuestro hábitat solitario está presente en su estro verbal como resistencia a los límites de finitud en que nos encontramos y, de esta manera, en el poema plegaria, José Lupiáñez, con insolente rebeldía aspira a la plenitud total más allá de la inmediatez física, en un intento de desbordar el espacio y el tiempo a los que se ve sujeta la naturaleza humana. El poeta manifiesta su declarado anhelo de poder alcanzar promesas de infinitud, abarcando así su pulsión más esperanzadora en la necesidad de ser rescatado, ante el vacío de la nada o ante los mensajes de desesperanza que el presente y los tiempos actuales nos ofrecen (…) donde el ser y el no ser se dan la mano / donde no importa el tiempo y no hay un antes / ni un mañana y el pasado se confunde con el presente/» «Pienso en una vaga redención y no hago otra cosa / que atisbar desde las azoteas por si ya alcanzas / nuestra gravedad ridícula en la que todo sucumbe / y cae abatido…»
Al igual que desde sus primeros versos, Rubén Darío, entendía que el poeta era el hilo invisible que ataba al poeta con Dios y Juan Ramón en Animal de fondo o en Espacio nos muestra su ansia de eternidad , José Lupiáñez, ajusta su tensión emocional, esperando el advenimiento de una nueva trascendencia, desde «la comba oscura del cosmos», frente a la acción devastadora del tiempo. Esa pasión por el infinito que tuvo Juan Ramón y que quedó recogida en un aforismo con el que el poeta responde a Gregorio Marañón: Sin duda, Dr Marañón, tengo una glándula que segrega infinito, podría ser aplicable a muchos de los versos que recorren este poemario,. Por esto, en el poema final, El ausente, escrito en versículo, nuestro autor, a través de una serie de invocaciones y en una especie de arrebato místico, nos muestra su resistencia -entre la duda y el temblor- a resignarse a la liquidación de toda esperanza y sucumbir a la tentadora sensación de abandono final en estos tiempos de modorra. Estos versos nos recuerdan el Salmo 22 del Mesías en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado». Lupiáñez nos dirá (…). «No sé si eras consciente de este horror / de este abandono, que a todos nos aguarda / y nos espanta en lo más hondo (…) ».
Concluyendo, podemos decir que José Lupiáñez es un poeta español consciente de que no ha venido al mundo exclusivamente para habitarlo, sino para descifrarlo poéticamente y, de este modo, la palabra poética es para él un instrumento para el conocimiento del mundo y de sí mismo, que apunta como dardos a motivos que han llegado a la sensibilidad de este lector de la manera más apasionada.
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