No hay mayor satisfacción, ni recompensa que la de servir a los demás; un mandamiento olvidado y una de las acciones más sublimes del hombre
No tengo la menor duda de que gobernar bien, cumpliendo las leyes y entregándose plenamente a ello, supone un gozo, un placer y una enorme satisfacción. Estamos hablando de una misión altruista, de un compromiso elevado y aceptado, de un servicio a los demás, que te han elegido para ello, que han depositado toda su confianza en ti y esperan de tu buen hacer, de tu lealtad y de tu rectitud en la gestión a realizar. Además, ostentar un cargo (político, institucional, religioso, empresarial, sindical, etc.), implica el deber de proteger y mejorar a los administrados o a los ciudadanos en general, así como la responsabilidad irrescindible de atender a todas las demandas y necesidades existentes. Y todo ello, desde una conciencia moral limpia, al tiempo que ajena a cualquier tipo de abuso, interés o lucro, que pueda perjudicar a la función encomendada.
Pero, lamentablemente, hemos de admitir que pocas de estas afirmaciones, las darían por implementadas la mayoría de los españoles y mucho menos los granadinos, que casi nunca hemos tenido suerte con nuestros políticos. Aunque también es justo manifestar que muchos de ellos, actúan de buena fe, pero con la mala consideración generalizada, casi nadie lo reconoce. En cualquier caso, en toda España, siempre tendremos presente, la ejemplaridad y la inteligencia de la mayoría de los políticos de la Transición. Sin embargo, los actuales, posteriores a ella, están dejando mucho que desear y su desprestigio aumenta en picado. Entre la pandemia, el paro, las mentiras de Sánchez y los intrusos independentistas, no queda títere con cabeza; el conformismo, el desánimo, el nihilismo, etc. lo invaden todo: ¡y nosotros a porfía, en nuestro engaño, inmóviles vivimos! Fernández de Andrada: Epístola moral a Fabio.
Pero no todos los que gobiernan son políticos, aunque estemos mediatizados por la política. En España, en nuestro país, existe una infinidad de buenos profesionales, de magníficos funcionarios y de excelentes trabajadores, tanto en el ámbito privado, como en el público y en todos los sectores económicos, que trabajan demasiadas horas, que realizan tareas encomiables, gestiones impecables y con sueldos indeseables. Gracias a ellos y a los demás ciudadanos, estamos saliendo adelante y superando ésta y todas las crisis habidas y por haber. A pesar de ello, están satisfechos, porque les gusta su tarea, tienen capacidad, están preparados y comprometidos con los demás, con la sociedad a la que sirven y con las empresas o instituciones en las que trabajan.
Por experiencia propia, entiendo que para gobernar se necesita disponibilidad total, voluntad y capacidad para fomentar la colaboración y la participación de todos. Igualmente es imprescindible mucha ilusión y mayor entusiasmo y, sobre todo, confiar y creer en lo que se hace y en la forma en que se hace. Pero para conseguir estas razonables metas, los protagonistas han de poseer una mínima dosis de esperanza, lirismo u utopía, muy superior a la erótica del poder y a la crematística del interés; pero poco frecuente en los políticos de hoy. Los comienzos, son siempre complicados, pero pronto se inicia el despegue, lo apasionante y lo importante: la satisfacción de gestionar bien, de comprobar que se van alcanzando los objetivos, que las cosas se hacen correctamente y que mejora la situación de los afectados. No hay mayor satisfacción, ni recompensa que la de servir a los demás; un mandamiento olvidado y una de las acciones más sublimes del hombre.
Sin embargo, cuando las cosas no van bien, cuando surge algún problema, que implica supuestamente a un responsable, dimitir en el primer instante, se convierte en un acto de dignidad, en un gesto de generosidad y de justicia. Siempre que sea en el momento en el que se verifica el entuerto o error cometido, no cuando ya no queda otro remedio. Errores o fallos, los cometemos todos, pero pedir perdón es propio de personas íntegras y rectificar es de sabios. Sin embargo, cuando esto no ocurre, cuando el sujeto referido se resiste a abandonar el cargo o se niega rotundamente a dejarlo; todo cambia, todo se vuelve a la inversa. Su moralidad cae por los suelos, la dignidad se transforma en vergüenza, la grandeza en sospecha y la alabanza en acusación. Para los granadinos, es un alivio que el asunto de la Alcaldía, haya entrado en vía de solución; pero ya conoceremos los acuerdos alcanzados y los criterios empleados.
Pero, no sólo apelamos a dimitir con dignidad, sino, mejor todavía, a vivir con dignidad. La dignidad constituye una propiedad inalienable e intangible del ser humano, que nos afecta a todos, que todavía mantenemos y a la que no debemos renunciar, bajo ningún concepto. Su meta es mantener, reconocer y respetar a la persona, en su integridad y en su totalidad: su vida, su salud, sus sentimientos, sus creencias, sus pensamientos, su cultura, su libertad, etc.
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Catedrático y escritor