La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.
Gabriel García Márquez
Habíamos pasado toda la tarde jugando al fútbol. Una práctica incansable que, como para la mayoría de los niños del pueblo, podía llegar a ocupar todo nuestro tiempo libre; al menos, mientras hubiese un balón disponible. El campo en el que emulábamos a nuestros ídolos y dábamos rienda suelta a nuestra pasión había sido hasta hace poco una áspera tierra de cultivo de secano más.
Despedregado y allanado por los propios jóvenes, nos bastaban un par de señales a modo de portería (unas simples piedras o nuestras propias prendas de vestir) o, a lo sumo, tres palos unidos mediante cuerdas –en las que el que jugaba bajo ellos debía estar más atento a la posible caída sobre su cabeza que a los jugadores del equipo contrario–. Pero, ahí, en ese lugar precisamente, se encontraba el espacio predilecto para encontrarse con los amigos.
Ya hacía un rato que el sol se había ocultado tras la sierra de Lugros. Ajenos a la noción del tiempo y sin apreciar la gradual llegada de la oscuridad continuamos un buen rato más, prisioneros, como estábamos, de nuestra absorbente y única ocupación; solo interrumpida por la imposibilidad real de reconocernos a nosotros mismos más allá de por nuestras voces. Fue entonces cuando le pedí a mi primo Sebastián que me acompañara a traer de vuelta los mulos. Los dos animales que, por la tarde, mis padres me habían dejado como responsabilidad que dejase atados en el campo del camino de Beas, con su correspondiente comida a base de “verde”.
Envueltos entre las sombras y muy asustados allí estaban Cordero y Romero, mis dos dóciles y fieles animales, la yunta de mulos (uno “castellano” y otro “romo”) que mi padre utilizaba para las interminables faenas agrícolas que él llevaba a cabo durante todo el año. Por lo demás, todo permanecía inalterable bajo un inmenso cielo estrellado y la todavía escasa luz de la luna. Quietud y silencio que únicamente se veía alterado por los cantos y réplicas sucesivas de los numerosos grillos estivales. La placidez de la noche y la supuesta ausencia total de persona alguna nos pareció que constituía una buena oportunidad para entrar en las huertas vecinas, en busca de algo que apaciguara los retorcijones de nuestros estómagos. Dicho y hecho. En la más inmediata, junto a los surcos de un extenso “cantero”, pudimos distinguir las formas redondeadas de las sandías. Con cuidado de no pisar mucho sus matas, cogimos la más grande que pudimos encontrar. La llevamos con mucho mimo hasta nuestra parcela. Los dos temerosos equinos, a pesar de la que debiera ser nuestra tranquilizadora presencia, se mostraban cada vez más inquietos y nerviosos: con las orejas estiradas y sin dejar de emitir fuertes resoplidos. Pese a ello, nos acomodamos sobre una enorme roca a modo de improvisada mesa. En uno de sus bordes di un golpe seco a la sandía y, tras un sonoro y esperanzador crujido, se dividió en dos partes casi iguales.
–No me podía esperar esto de ti, Jesús. ¡Ya se lo diré mañana tu padre!– Me espetó mi vecino Juan. Un hombre mayor pero no del todo anciano que, desconfiado ante la inusual y tardía presencia de los mulos en el campo, había retrasado, aún más de lo que lo hacía siempre, su vuelta a casa y tras un leve y sigiloso rodeo había llegado hasta donde nosotros estábamos. Avergonzados, con la cabeza gacha y sin probar ni un solo bocado del jugoso reclamo que tuvimos entre las manos, nos dirigimos, ahora sí, al pueblo, hacia las cercanas y ya iluminadas calles de Cogollos.
No sería esta la única ocasión en la que participé en mi infancia en tales “búsquedas y pequeñas aprehensiones de fruta”. De hecho, creo que la mayoría de nosotros conocíamos en detalle, y según cada época del año, donde se hallaban las mejores: las brevas de Fermín, junto a las Eras Altas; las peras de Tomás, en el molino de la Balsa; las cerezas de Manuel, en la Corriente; las nueces del huerto de Emeterio… Al parecer, no era ninguna novedad generacional pues, como bien pude comprobar mucho tiempo después, más de dos siglos antes, en el siglo XVIII, en el conocido Catastro de Ensenada (en el que nuestros antepasados debían contestar a una serie de preguntas sobre la riqueza que podía disponer el lugar) y al ser cuestionados por los frutales existentes en el mismo, responderán que no cogían fruta alguna de ellos: “porque si algún año producen alguna poca no la dejan los muchachos sazonar”. Tradición de cogerlas, seguramente de noche y a hurtadillas, que, como pueden ver, continuábamos también nosotros; incluso en la de no dejarlas siquiera madurar.
Búsqueda de frutas de temporada que muchas veces poníamos en práctica mientras permanecíamos en el punto de confluencia del barrio de Las Cruces: el poyo del Rosquero. Desde allí, especialmente en los meses veraniegos, partíamos hacia los lugares convenidos de la vega, a ser posible, aprovechando las mejores noches de luna. Aventuras y hurtos de las que poco tiempo después volvíamos a confluir en el mismo lugar de partida. Allí, bajo la tenue luz de la farola, permanecíamos sentados y ensimismados en nuestros juegos y conversaciones, hasta que nos llamaban nuestras madres o hasta que empezaba a salir el temido –y a la vez deseado– asunto del “hombre del saco”, del “tío mantequero” o del “sacamantecas”. Términos con los que los mayores nos asustaban para que no nos alejásemos mucho de nuestras casas, especialmente de noche.
Sospechas y confidencias de miedo que estaban al alcance de todos. Siempre había alguien que aseguraba la mayor de las veracidades y que advertía del peligro real de mantenerse solos y a deshoras por el pueblo. Otro de los miedos que, en aquellos tiempos, rodeaba y amenazaba nuestra cotidianidad era la posible presencia del entonces preso más famoso de la dictadura: El Lute. Un Eleuterio Sánchez que, por si esto fuera poco, fue cierto que en sus largas andanzas de fuga e incansable persecución por la Guardia Civil, al parecer, estuvo rondando por la provincia granadina. Aunque, según avanzaba la velada, el mito más extendido era, llegado el momento, guardar un silencio expectante y seguidamente atribuir a cualquier impreciso ruido nocturno la presencia de la temida “garduña”. Era la evocadora señal convenida. Ahora sí que se podía decir con propiedad: “pies, ¿para qué os quiero?”. Tocaba correr y mucho. Desperdigados y en ruidoso tropel salíamos por las distintas callejuelas que desde allí se irradiaban. Muy poco tiempo después en el silencio de la noche se escuchaba el estruendo casi simultáneo de las viejas puertas de madera. Mañana sería otro día…
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘