Antonio Gallego Pozo nació allá por el año 1917 en el seno de una familia muy humilde, en un barrio que, hasta sesenta años después no dispondría de energía eléctrica, ni escuela. Su único modo de vida fue el trabajo en el campo ajeno, con sueldos de auténtica miseria cuando había tajo. Ya con doce años trabajaba como un hombre y le pagaban como un niño que era.
Huerta Real, un anejo de Benamaurel en la provincia de Granada, forma una vega en los márgenes del río Guardal; allí no abunda todo tipo de cultivo en un clima continental extremo y cuyas propiedades están muy repartidas en pequeños fundos. Su familia no tiene ninguna propiedad y ha de trabajar, cuando el amo llama para las distintas tareas agrícolas correspondientes a las estaciones del año: siembra, cosecha de aceituna, escalda del cereal, siega,… y vuelta a empezar. Y a veces, son los encargados de las grandes fincas -Cossio, Cortijo Nuevo, Cuevas del Negro, Cortijo del Médico, del Hospital y algunos pequeños propietarios del Cortijo Grande- los que son más exigentes que los propios dueños. Todo se confabula para explotar al débil y vivir a costa de su trabajo mientras el jornalero malvive con su familia en las cuevas excavadas en las hafas que a lo largo de siglos ha formado el río.
Hoy, afortunadamente, esas mismas cuevas se han arreglado y se han equipado con todas las comodidades de la modernidad: electricidad, agua potable pública, carretera asfaltada y todo lo que ello conlleva de comodidad y bienestar de sus habitantes. Y no es raro encontrar cuevas con vitrocerámicas o internet y teléfono. Y donde no pudo estudiar nadie por la miseria de la época, hoy han salido ya varios licenciados, maestros, periodistas, enfermeros y, en general, las nuevas generaciones no tienen necesidad de un maestro como nuestro protagonista. En todo caso dependen del esfuerzo personal no de las circunstancias adversas de la época que le tocó vivir a nuestro admirado amigo y compañero de profesión. Yo fui maestro de carrera con estudios, él fue “maestro” por auténtica necesidad y por la formación autodidacta en la escuela de la vida carcelaria. Y su único delito fue ser socialista y participar como soldado de remplazo en una guerra incivil que habían provocado unos generales felones y unos grandes terratenientes, empresarios y la jerarquía eclesiástica que no veían con buenos ojos los avances de una república que había comenzado la escolarización y culturalización de la clase más humilde y desarrapada y olvidada de los próceres de la patria. El vulgo empieza a despertar y ya no se deja explotar por el poderoso. Eso no se puede permitir y el modo es generar una incivil guerra entre quienes debían ser hermanos y solidarios. Y tras el triunfo, llega la venganza, cuarenta años de oprobio. Muerte, cárcel y nacionalcatolicismo. Nuestro amigo lo sufre todo: hambre, analfabetismo, guerra no querida, mutilación de su mano izquierda, cárcel,…..
Antonio Gallego Pozo, conocido como “El Manquillo” o “El Maestro”, es hijo de Ramón y Lucía. Su padre murió a los 36 años y de él sólo sabe su nombre, pues no lo conoció. Tuvo cuatro hermanas y dos hermanos, él era el menor de todos. La vida, entonces, era difícil para todos, pero aún peor para él que perdió a su padre sin conocerlo. En una época en que todo dependía del marido, no me puedo imaginar lo que sufriría su madre para criar a seis hijos en tan malas condiciones. Su madre, aconsejada por las vecinas, puso un horno moruno para hornear el pan de los vecinos del barrio. Con ello sacaban el sustento para tantas bocas que alimentar y sólo tenían que poner el horno y la leña para calentarlo y realizar los amasijos. Y no es nada fácil. La leña es muy escasa –es el único combustible para todo- y hay que buscarlo por donde se pueda. Nuestro “maestro”, siendo niño de menos de seis años sale con sus hermanas y hermano a buscar todo tipo de combustible: ramas de retamas, tobas, romeros, aliagas, … en fin, todo aquello que pudiera arder para poder calentar el horno y realizar la cocción del pan.
Y así pasaban los días y las penas. Su madre recibió la ayuda de un alcalde recién nombrado que, «enterado de las penurias de mi madre, compró seis fanegas de tierra cerca de nuestra cueva y se las alquiló a mi madre por un poco de renta. Aquello fue un alivio. En aquellas tierras pudimos cultivar muchas cosas y la vida fue mejorando algo. Pero el problema de la leña era realmente difícil. No había y tenía que buscarse en una finca de pinos en Cortes de Baza, en la finca de unos terratenientes conocidos como “Los Píos”. Pero había que sacar un permiso en el cuartel de la Guardia Civil y, según pagabas, te dejaban recolectar la leña caída de las ramas de los pinos. Si no sacabas la licencia y te pillaban los guardas o la guardia civil te ponían una multa y te quitaban la leña. Yo recuerdo que por los años cuarenta mi padre también iba a por leña a dicho pinar con un carro y, si podían, debajo de todas las ramas, colocaban un tronco de pino. Aquello no estaba permitido, pero era difícil que lo vieran. Una odisea».
Libro de memorias
Antonio ha publicado un libro no venal, donde cuenta su vida desde su nacimiento hasta hoy. En él nos cuenta toda su peripecia vital. Ya con doce años trabajaba como un hombre, incluso yendo a segar durante el verano a los Montes de Granada donde pasaban varias semanas trabajando y durmiendo en el tajo. En algunos lo pasaban mejor que en otros, dependía del dueño; pero él dejó siempre el estandarte muy alto pues aunque era un niño, trabajaba como un hombre y no se rendía jamás.
En este libro de sus memorias nos cuenta todas las cosas que vivió y cómo lo vivió, pero nunca hay en el texto un reproche para nadie; sólo nombra a los que le hicieron algún bien como Pascual ‘el Rubio’, Pepe ‘el Manzanaro’ (yo los he conocido a ambos), pero no nombra, aunque yo sé quiénes fueron, a los que lo denunciaron por envidia o por celos de que era capaz de sobrevivir pese a todas las zancadillas de los más maliciosos y del destino.
Y llegó la fatídica guerra. Él era de la quinta del 38, pero lo movilizaron con menos de 20 años y sin haber salido nunca de su entorno, fue llevado a Baza y desde allí a Murcia, pues Granada estaba en la zona sublevada. Tras varios días de estancia en el cuartel los llevaron a Lérida, pero al pasar por Valencia la aviación franquista bombardeó el tren, aunque no murió nadie; sólo una señora que estuvo en el lugar equivocado. Y siguieron su destino. En camiones los condujeron a Tárrega donde les dieron el fusil y el uniforme militar. La comida allí aclara que era muy buena: un plato de arroz enorme, pan y café y un paquete de tabaco. Aquello estaba preparado para llevarlos al frente. Luego, la comida no sólo era mala y escasa, sino que no existía.
Tras varias vicisitudes y traslados, verse envueltos en distintos avances y retrocesos, el 3 de abril de 1938, en Valdeconejos (Teruel) en un bombardeo de las “pavas negras” de los italianos, “una metralla rasante me partió el fusil en dos, se llevó mi mano izquierda y el dedo pulgar y el corazón de la mano derecha los partió limpiamente por la mitad”. Lo socorre su compañero de milicia José García Carrión, del que no recuerda ni volvió a saber nada de él, y lo lleva al puesto de socorro. Previamente le había puesto con un cordel un torniquete para evitar la hemorragia. Eso le salvó la vida. Le cortaron con una pequeña sierra el resto del hueso sano de la mano izquierda (‘para gloria de la diestra’, como diría nuestro insigne Manco de Lepanto), sin anestesia y con solo un trapo en la boca para morder. Y de allí, con ambas manos vendadas, tras tres días de espera, la ambulancia lo llevó a Segorbe a un auténtico hospital. De allí a Valencia, y de aquí al pequeño hospital de Tavernes Blanques en la parte de la huerta norte de Valencia. Allí le curaron por fin la mano que a punto estuvo de gangrenarse. Pasó allí muchos días y uno de ellos recibió la visita de una hermana suya que tenía el marido por aquella zona. Fue una gran alegría y, además, un alivio pues le trajo un trozo de jamón y un salchichón que le supo a gloria. De allí a pocos días, casualidades de la vida, junto a él había en el mismo hospital herido en el hombro un hombre mayor, de la quinta del 30, que era también de Benamaurel. Aquello fue reconfortante. A los pocos días, aquel paisano le escribió una carta a Antonia, la novia de nuestro protagonista, y le contaba la verdad y todas las peripecias. Incluso le decía que, al haber quedado inválido, entendería que ella lo dejara. Pero la novia no lo dejó, sino que aún vivió con él hasta sus noventa y siete años en que falleció.
De aquel hospital los trasladaron a Madrid donde estuvo bastantes días, hasta que por fin, le dieron el alta médica y pudo, con mil peripecias que él cuenta en su libro, llegar hasta Baza y a su amada cueva para abrazar a su madre y hermanas y… ¡a su novia! Y ella, al poco se fue a vivir con él sin casarse ni nada. Y comenzaron a trabajar en el campo, a sembrar patatas, garbanzos, lo que podían para malvivir. Y dos días después de finalizada la guerra, el más malo de todos, fue nombrado alcalde del pueblo y ordenó, sin ninguna explicación su encarcelamiento en Benamaurel. Y eso que, como mutilado de guerra le debería corresponder una indemnización, pero fue la cárcel durante varios años, primero en Benamaurel (a donde cada mañana subían algunos energúmenos de los barrios “a pegarle a los presos”); luego varios meses en Baza y después fue trasladado a la cárcel de Granada por algunos años. Y todo ello sin ninguna acusación concreta y sin condena judicial, sólo porque había luchado en el bando republicano. ¡Y qué sabía él de esas cosas!
Tras su liberación, por fin, de la cárcel, vuelve a su pueblo con su mujer y trabaja en lo único que sabía: el campo. Pero él siempre se había hecho una reflexión: ¿cómo voy a trabajar en el campo con una sola mano? Y desde aquel momento, fue leyendo libros, aprendiendo las cosas elementales y eso le salvó la existencia. El analfabetismo era galopante y él se ofreció a dar clases a niños o niñas de aquellos desperdigados cortijos y anejos. Un duro al mes o una fanega de trigo al año por esas clases. Y fue cogiendo fama y ampliando su campo de docencia. Más de cuarenta kilómetros andaba cada día para cumplir con todos sus alumnos. Desde Huerta Real hasta Las Juntas, cerca de Zújar. Luego ya llegó el poco despegue de la economía española y comenzó la emigración. Sus hijos se fueron a distintas zonas de España, sobre todo al Levante. Él se mantuvo mientras tuvo trabajo de maestro, pero mediados los años cincuenta, se pusieron escuelas en los barrios y el alumnado disminuyó. Y tuvo que irse con sus hijos a Benidorm donde estuvo unos treinta años. Allí le llegó la democracia a este país que, aunque imperfecta, fue una liberación. Las nuevas formas y la democracia llegan al gobierno y reconocen por ley a todos aquellos mutilados de guerra del bando perdedor y además, se le reconocen sufrimientos por la patria al ser encarcelado sin juicio y sin acusación. Se le da una buena indemnización y se le reconoce una pensión vitalicia. Con todo ello, nuestro maestro autodidacta, ha podido superar todas sus penalidades y miserias. Y ha servido de ejemplo, pues en sus memorias no recuerda nada más que a aquellos que le ayudaron a lo largo de su vida, pero a los otros, a los que se ensañaron con él, ni los nombra. Como dijo el eximio Antonio Carvajal, “no nombres a tu enemigo, porque si te inmortalizas, lo inmortalizas contigo”. Pero todos los que le conocemos y que ya tenemos una avanzada edad, sí hemos conocido a todos los que hicieron imposible la vida a aquellos que no habían hecho nada. Sólo el odio y el rencor para con el diferente. Pero él, con magnanimidad, ha respondido con el silencio para no acusar a nadie. Como dijo Salvador Rueda:
Como el almendro florido
has de ser con los rigores,
si un rudo golpe recibe,
suelta una lluvia de flores.
O como decía R. Tagore: “Sé como el sándalo, que perfuma el hacha que le hiere”.
Y así es nuestro paisano, nuestro hombre, que ya ha vivido cien años de miseria, hambre, esfuerzo, … silencio. Larga vida a nuestro insigne paisano. Ya ha cumplido los 104 años y ha superado dos pandemias. Salud compañero.
Cuevas del Negro (Benamaurel), a 10 de febrero de 2017-2021).
(Nota: La foto de nuestro protagonista está sacada de su libro autobiográfico “El maestro”)
Manuel Arredondo Valenzuela,
maestro emérito y licenciado en Filología Hispánica.
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