Prosigo desojando la margarita de los recuerdos de aquella ciudad de Algeciras de los años 60, dejo que mis palabras desciendan, rodando en aquel mundo en constante movimiento, en plena metamorfosis, que pasó de una urbe en sombra e indiferente, a la ebullición del acero, refinería, puerto de contenedores… Todo cambiaba, hasta los jóvenes desafiaban con osadía y tacto aquel universo de mayores y de normas.
En aquellos años, mi ser, multiplicaba las células del organismo como en una primavera adelantada. Fluía el tiempo inmortal donde los niños nos sentíamos felices, con poco, nuestro hábitat de diversión estaba en la calle.
Descubríamos que, con dos piedras, se improvisaban unas porterías, en medio de la calzada, trazábamos las imaginarias líneas del campo del fútbol, en aquel barrio humilde donde las calles eran de los chiquillos, algún extraviado coche aparecía y esperaba paciente a que termináramos la jugada. El asfalto lijaba nuestra piel, tatuaba de cicatrices las rodillas y codos, fruto de las caídas por ganar el partido.
Vuelvo al rostro de la inocencia de aquel niño, a la experiencia atrapada en mi pupila que descubrió la magia de la naturaleza.
El bloque de vivienda, se abría a un cerro verde y despoblado de hormigón, un recodo donde galopa el viento, anidan los pájaros, un espacio virgen por descubrir, colmado de vida diminuta, “los bichos” una fauna que atrapó mi atención. Las horas pasaban absorto en la observación de cómo las hormigas ordenadas y disciplinadas trabajaban, los escarabajos rodaban su pelota, intentaba sorprender a una rana antes de saltar a la charca, atrapar al agresivo escorpión, jugar con la escurridiza escolopendra, contemplar la inmovilidad pétrea de la mantis religiosa, alcanzar al saltarín saltamontes o perseguir a la rápida lagartija. Aquella selva tan peculiar me cautivó.
En la actualidad, me detengo a contemplar las filas de hormigas que un día alejado abrió el corazón infantil a la pasión por los animales.
Mi infancia se alzó de inocencia y de pliegues salvajes domesticados. Aquel paraje idílico, algunas veces se convertía de súbito en un frente de batalla. Pequeños grupos de chavales del otro barrio osaban invadir el cerro, pisar territorio propio. Un frenético grito de alarma corría como la pólvora por las calles y un ejército de chaveas, pantalón corto y tez ennegrecida por el sol, acudían ávidos, armados de piedras, tirachinas y se iniciaba el combate a pedradas que no se detenía hasta el pueril enemigo asaltante huía, llevándose de recuerdo algunas brechas sangrantes en la cabeza. Niños que no dejamos de ser nosotros mismos, amigos que compartíamos todo y nos defendíamos como una piña.
Ahora, me atrevo a perforar la roca de silencio de los años y descubrir la gamberrada que protagonicé y que en estos momentos me sonríe como si fuera ayer.
En mi afición por los insectos, mi padre me permitió que en la terraza conservara en una caja de zapatos, grillos que alimentaban con tomates y en otra de gusanos de seda. Vivía en el último piso y cuando llegaban mis amigos bajábamos a la calle, deslizándonos a toda velocidad por la barandilla de mano de la escalera. La señora del segundo, enlutada por vida, de cara agria, gesto contrariado, salía a la puerta enfurecida y nos abroncaba por usar el pasamano como tobogán. No dudé ni un segundo, cuando la vimos ausentarse de su domicilio. Presto subí las escaleras a mi casa, recogí la caja de zapatos, la oculté para que mi familia no la viera. En la puerta de la señora cascarrabias, nos agrupamos los amigos, tocamos el timbre, para asegurarnos que había nadie en su interior. Con mucha paciencia y determinación, uno a uno, fuimos metiendo los grillos por debajo de la ranura, según entraban en la vivienda en plena oscuridad, se ponían a cantar, resonaba y resonaba el cri-cri de los insectos liberados. Nos partíamos de risa, con el concierto que le organizamos a la buena mujer para aquella noche.
Al día siguiente, me llama mi padre:
– “Rafalin, tú tienes algo que ver con los grillos en la casa de la vecina”
– “No”, la única palabra que pronuncié.
-“En tu caja de zapatos no hay ni un grillo” – con cara de pocos amigos me respondió.
-“No sé, se habrán escapado esta noche”.
El sabio de mi padre, quedó satisfecho con la mentira piadosa. Él labraba en su interior su infancia de niño travieso.
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Matilde Maffrand y su pueblo La Carlota (Argentina)
El tiempo se escapa, para recobrarlo, para revivirlo, que mejor que recordar. Tenemos la suerte y gentiliza de contar con nuestra compañera alumna del programa educativo para adultos Mayores de la Universidad Nacional de Río Cuarto, Matilde Maffrand desde más allá de los mares, de nuestra querida Argentina, nos describe su vivencia en su pueblo, con su pluma ágil, maestra de palabras y acento genuino.
Si tuviera otra vida, amontonaría las hojas sueltas del otoño, las colocaría en una canasta pintada de amarillos luminosos, lilas y violetas, pasearía por mi niñez de la mano vigorosa de mi padre, me dejaría arrastrar por un viento interrumpido, hasta la puerta de la escuela, miraría por la cerradura a mis amigas que luego me contuvieron y escucharía sus voces lejanas llamándome.
Valoro los años vividos, en ese difícil, ríspido camino transitado, aprendí a elegir, a ser responsable de mis errores y aciertos, aspirando a más. Pronto entendí que si cambias la forma de ver las cosas, las cosas cambian.
Dónde hay un árbol, verás una sombra amiga.
Donde hay un río, calmarás tu sed.
Donde hay una cueva, verás un refugio.
Donde hay una piedra, verás un soporte
Un árbol, un río, una cueva y una piedra serán un pilar en los días sin luz.
La ciudad que yo habito está situada en el corazón de mi país, Argentina, y, siempre que me pregunto ¿Por qué es especial este pueblo? Hay una luz mágica que me orienta, será porque adoro las pequeñas cosas que se vuelven indispensables, los objetos simples, el olor a pan recién horneado por las mañanas, los asaditos de los domingos en familia, el perfume solemne de dicha y luz.
¿Cómo fue mi infancia? Fui una niña feliz, con abuelos inmigrantes que contaban anécdotas de sus orígenes, cantaban mientras preparaban las confituras y mayonesas, los tíos que tenían campos, aportaban lechones y corderos, las tías preparaban ensaladas de los más variados colores y sabores, y mis padres, una conjunción de origen francés e italiano, siempre listos para el brindis.
¿Qué destacaría de mi pueblo? ¿De ese pueblo de veredas anchas y calles interminable? De La Carlota recuerdo las tardecitas en la plaza, la motoneta y o patines a la hora de la siesta y sobre todo; mis amigos. Siempre era más simple en las comunidades pequeñas. Evoco esos tiempos, las calles, “más fáciles para desplazarse”, la vida,”amable con las personas”, no existían ni los mensajes de texto, ni los celulares, y el teléfono de línea, tenía una manija que me divertía dar vueltas. Un día de tantos, preparé los patines y salí en puntas de pié, mamá y papá dormían la siesta, no se podía hacer ruido y ya.
Mi amiga, a quien pasé a buscar por su casa, me esperaba en la esquina atándose las correas, sin rumbo empecé a mover un pie y luego el otro, la sensación de volar me atrapó, veía a mi compinche desplazarse cómo flecha, a ver quien más rápido y mejor, los baches de la calle me parecían rampas desde las cuales me lanzaba para hacer figuras, hasta que no sé de donde apareció un coche enorme, quise esquivarlo, todo fue muy rápido, las ruedas volaron, las piernas saltaron hasta el cielo y mis codos quedaron muy maltrechos, desde el suelo pude ver a mi compañera de infortunio, sus rodillas era dos tomates ensangrentados. En ese instante no sabía si el dolor que sentía era real o mi ego se hallaba muy dañado, lo cierto es que terminé con una terrible penitencia y no sé porqué a partir de ese día los padres de mi amiga, no me quisieron tanto.
Me gustan las pequeñas cosas que se vuelven indispensables.
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Rafael Reche Silva, alumno del APFA
y miembro de la JD de la Asociación
de estudiantes mayores, ALUMA.
Premiado en Relatos Cortos en los concursos
de asociaciones de mayores de las Universidades
de Granada, Alcalá de Henares, Asturias y Melilla.
Comentarios
12 respuestas a «Rafael Reche: «¿De dónde eres? Mi pueblo y yo, contado por Matilde Maffrand»»
Enhorabuena por el artículo y por la dedicación de los amigos de ALUMA GRANADA, con estas publicaciones.
Saludos.
Nuestro buen amigo Rafael nos vuelve a deleitar con un magnífico artículo en el que nos habla de sus vivencias de la niñez, y que sin duda nos retrotrae a nuestro pasado. Enhorabuena y no desfallezcas aunque el calor del verano no ayude.
Amigo Diego, gracias por tus atentas palabras. Esta son historias o anécdotas de niño y si pudiéramos escribir las de mayor que hemos compartido en Zaragoza, con sencillez y buen humor.
Amigo Domingo los mayores universitarios tenemos una enciclopedia de vida en nuestro interior y poco a poco le daremos publicidad en escritos. Un abrazo.
Preciosos relatos dan cuenta de lugares y entrañables recuerdos…vivencias, maneras de crear, y recrear la vida!
Qué bonitos relatos!!!! Bajé por el pasamanos de la escalera de Rafael y reviví junto a Matilde mi caída cuando quise aprender a patinar. FELICITACIONES!!!!
Qué verdad dices en todo lo que escribes. Pues tenemos tantas travesuras que hicimos de pequeños aquéllas salidas que hacíamos de noche a gugar de policías y ladrones y lo de la compañera de Carlota fue fuerte yo con una bicicleta sin cadena cai en un zarzal y mis amigos me querían sacar encendio con cerillas y no veas como corría yo por encima del zarzal un abrazo
Amigo Antonio, ahora da risa, pero te imagino caído en medio del zarzal. Los niños en aquella época éramos muy traviesos y no conocíamos el peligro , por eso llevamos las marcas de heridas en los brazos y piernas
Los ojos de los niños son caleidoscópica mente mágicos y tienen el don de sublimar lo cotidiano, devolviéndonos a los adultos esa capacidad perdida de darle peso y valor a lo que de verdad es importante: lo genuino, lo cotidiano y lo sencillo.
Qué bonito es seguir el hilo de estas mininovelas de vida, que nos hacéis llegar en episodios condensados, radiografías instantáneas de momentos significativos, fotografías de instantes detenidos en la memoria.
¡Las palabras, tienen un poder evocador maravilloso!
De vuestra pluma, nos transportan a placer a otras vidas, a otros lugares, a otra piel…
¡Gracias!
¡Y felicitaciones, Matilde y Rafael!
Amiga y compañera Silvia, admiro la precisión de cómo has definido con tres adjetivos la actitud en la vida que teníamos los niños y niñas de aquella época que nos tocó vivir, lo genuino, cotidiano y sencillo. Lo compartíamos todo como hermanos, la pelota de fútbol, la bicicleta, el bocadillo… la calle era nuestra cancha de diversión, sin gastar dinero. Todos tenemos historias que contar y forman fragmento de lo que hoy somos. Gracias por tus palabras, que animan a otros compañeros a participar
Qué bonitos y necesarios estos escritos! Nos transportan a una época del había una vez…y así como los cuentos nos llevan con sus alas volando hacia el país de la imaginación, el ensueño, la inocente niñez, la entrañable nostalgia…Gracias Rafael por permitirnos ese viaje! Gracias Matilde por traer de regreso a mi memoria estampas del lugar donde mis padres fueron niños…La Carlota…
Qué bonitos relatos!!!! Bajé por el pasamanos de la escalera de Rafael y reviví junto a Matilde mi caída cuando quise aprender a patinar. FELICITACIONES!!!!