En este país que tanto ha destruido su litoral todavía quedan, escondidos, algunos sitios auténticos. Y uno de ellos, al menos, está en nuestra costa granadina. Se trata de La Caleta, un pueblecito que forma parte del municipio de Salobreña pero que tiene su propia identidad geográfica, porque queda aislado, al fondo de la playa de La Guardia y bajo el monte de los Almendros, por la gran azucarera de Nuestra Señora del Rosario, fundada en 1860, según reza en la misma entrada, y cerrada desde hace quince años.
La Caleta, esquinada entre el mar, la fábrica y la montaña, parece, a priori, el típico pueblo mediterráneo de calles escalonadas y estrechas, con casas blancas y plantas y flores en cada rincón, desde buganvillas y jazmines hasta geranios, cactus y alguna higuera, claramente reconocible a cierta distancia por ese característico olor que tanto me gusta. Y desde esos rincones hay, además, vistas espectaculares del Mediterráneo, azul tirando a gris en este recodo costero, de la fábrica abandonada, ahí solemne, recordándonos la riqueza que durante muchos años generó, y de Salobreña, al fondo, con el castillo medieval en lo alto de su pared natural tan escarpada.
Pero realmente es distinta a los demás y, por tanto, especial. Primero por la azucarera, activa durante casi ciento cincuenta años y hoy catalogada como Bien de Interés Cultural por su valor etnológico, ya que, como otras de la zona, dio trabajo a mucha gente y creó un modo de vida especial en torno a la caña de azúcar. Ahora es un enorme lugar vacío en la misma orilla del mar, pero La Caleta (y Salobreña) no serían las mismas si desapareciera.
También porque sus calles y sus plazas, al igual que sus casas, han resistido el embate del turismo y siguen siendo como antes, con su belleza tradicional pero también con sus desperfectos y fealdades, como en cualquier sitio donde vive la gente de siempre. Aquí no ha pasado como en otros pueblos próximos, donde el asentamiento de nuevos habitantes en busca de un clima cálido ha terminado por desvirtuar el carácter del lugar, que se nos muestra tan reluciente y perfecto, tan ordenado e impecable que uno llega a pensar, pese a la arquitectura encalada y a la vegetación propia, que está en Yorkshire, Newcastle o cualquier otro sitio así y no en España, en la costa andaluza. La Caleta no es como esos pueblos, sino más genuina, aunque haya cosas que mejorar; pero esto es lo que la hace viva y peculiar.
Finalmente, porque cuenta con el camino del Caletón, un delicioso paseo entre las rocas bañadas por el mar que termina en la diminuta playa del mismo nombre, tan oculta que solo la ves al llegar allí. No es mucha la distancia desde la plaza del Lavadero y se puede disfrutar de un recorrido muy especial por sus agrestes formas geológicas y por unas vistas preciosas de toda Salobreña. Eso sí, además del riesgo que un fuerte oleaje puede suponer, como en cualquier acantilado, está también el peligro de los desprendimientos, del que te avisa una señal antes de empezar.
Y por si todo esto fuera poco, su último aliciente puede estar en alguno de los bares junto a la fábrica. Son también pueblerinos y poco sofisticados, en consonancia con el medio; pero en alguno de ellos, como la taberna El Puentecillo, se puede encontrar todo lo que un paseante necesita tras el recorrido: bebida fría, buenas tapas y platos, una perfecta atención y la calma que no hay en los demás lugares.
¡Bienvenidos a otra época! ¡Bienvenidos a La Caleta! Pero, por favor, no compartan el artículo ni hablen con nadie de este extraño sitio. Hay otros cerca para visitar mucho más perfilados y mejor equipados para el turista. En ellos se pueden comprar los más interesantes souvenirs de cualquier ciudad del mundo y se pueden degustar los más selectos menús que se cocinan en todos los restaurantes. Aquí, en La Caleta, NO.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)