Rafael Reche:« ¿De dónde eres? Mi pueblo y yo, Purchil por María Santos»

Mis padres como la mayoría de aquella época de los 60, quisieron buscar lo mejor para sus hijos, en lo que ellos denominaban “Los estudios” “Una carrera”.

La disciplina, la calidad de la enseñanza, obtener un buen expediente académico se convertían en los lemas de prestigio, del centro educativo privado. Me debía sentir orgulloso de pertenecer al colegio, detrás pesaba el esfuerzo que suponía para la familia. Estudiaba y me esmeraba en cada curso por obtener buenas notas para mantener la beca.

Así, vuelvo los ojos, a los primeros años de ir y volver del colegio, de caminatas de cuatro kilómetros, cruzaba el rio la Miel por una pasarela estrecha de hormigón sin barandillas, a veces el torrente de agua lo sobrepasaba e impedía su paso. Algeciras crecía pero los barrios seguían en su letargo.

La foto oficial de mi clase cuando tenía 11 años, en Algeciras. Se cursaba el Bachiller completo, el COU se realizaba en el instituto.

Aquel colegio, nos recibía con el sonido de la campana. En filas ordenadas y en un silencio de convento, los curas de sotana negra y cara solemne, nos acompañaban al templo, para la misa diaria.

El colegio significaba una bocanada de frescura, con instalaciones modernas de reciente construcción, atraía la irrupción de los blancos en sus paredes y de espaciosos lugares dedicados a patios de recreo o instalaciones deportivas.

Allí, descubrí el tesoro escondido que llevaba en mi interior, la misteriosa fuerza del deporte. Disfrutaba con la actividad física, seleccionado para el equipo de saltos de aparatos del colegio, volaba, giraba, piruetas mortales sobre potro, caballo, plinto y combinaciones de ellos. Al final del curso, se poblaba el patio de escolares de pelo corto, camiseta blanca y calzón azul, todos sincronizamos como autómatas movían brazos, piernas al toque de silbato, en una exhibición gimnastica. Allá, al otro lado andaban los ojos de los padres y hermanos, buscando en las filas uniformada el rostro conocido y aplaudiendo.

Modelo de clase de los años 60, mesa del profesor en su tarima, pizarra negra, foto de Franco, crucifijo, alumnos en pupitres de dos, en los religiosos las huchas con la cabeza de un negro y de un chino para el Domund. Imagen de las tablas de gimnasia y saltos de aparatos a final de curso.

Todavía al cabo de los años, mi memoria cuarteada, me trae el pasado hirviente, que habla de silencio, de sombras, del universo de castigos físicos y psicológicos que llevan el mensaje sin respuesta, del orden, la obediencia y la formación. Una cicatriz que no se cerraba, se extendía desde el domicilio al colegio, la correa y la regla, se convirtieron en herramientas de escarmiento a los menores.

Nos situamos en la década de los 60, donde la violencia todavía formaba parte cotidiana de la sociedad, que despertaba de una crisis profunda y se adentraba con fuerza en la modernidad. Una España cerrada y encerrada en sí misma. Incipientes turista nos visitaba.

La ferocidad de una minoría del profesorado rayó en la salvajada. En la actualidad, chirría nada más pensarlo. Dentro del muro del colegio privado y religioso, también coexistieron otros docentes excelentes educadores y respetuosos con el alumnado, pero ellos miraban hacia otro lado, no les quedaba otro remedio.

Allí, los chicos en clase aprendimos a esconder nuestro yo, a lograr una ruptura ficticia de la personalidad como medida de defensa ante el castigo. El mimetismo, pasar desapercibido, como arma de defensa.

Los castigos físicos y psicológicos, a menores en los domicilios y colegios se asumían como correctivos para mejorar: la conducta o el rendimiento escolar. A las generaciones que nos convertimos en sufridores o testigos de aquellos métodos

Ante el lema de la letra con sangre entra. Un profesor colocaba los alumnos de pie en un semicírculo alrededor de las paredes de la clase, he iniciaba una inquietante competición, de preguntas sobre geografía, ciencias naturales..: Cabos, ríos, montes, músculos, huesos… y si no acertabas, pasabas a la cola pero antes te reciba en su mesa con otra pregunta ¿cómo te gustan las tortas? Inglesa, francesa, rusa… elegías una, y te abofeteaba la cara de diferentes formas según el tipo de nacionalidad. Al principio nos resultaba gracioso con su carácter bromista, pero empezamos a sentir pena por los compañeros más torpes que poblaban la cola, por las raciones de golpes que reciban diariamente. La sofisticación llegó a extremos de presentar un tarro de cristal vacío el primer día de clase y finalizar el curso lleno de pelos de las patillas de los alumnos.

Niños en formación que lo desmedido se convirtió en algo normal. en la mesa del profesor se apoyaba, la larga regla para golpear las palmas de las manos, el borrador de mango de madera para la pizarra y objeto arrojadizo contra el alumno distraído, la pelota dura que regalaban con los zapatos Gorila, otra arma de lanzamiento que con la errónea puntería alcazaba a cualquiera.

Aún resuena en el laberinto de mi memoria, el eco del sonido seco de la bofetada. Su cuerpo largo, embutido en la sombría sotana, gafas oscuras y gesto severo, me señaló con el dedo índice, para que saliera del banco de la iglesia, cuando llegue a su altura, con la mano abierta descargó un golpe en mi rostro que me desplazó del sitio, y un pitido agudo perforó mi oído, perdiendo temporalmente la audición.

No teníamos derecho a llorar, era un signo de blandura. No teníamos derecho a contarlo en casa, el miedo al castigo añadido lo impedía.

Aquellos años nos invitó a cambiar y a ser otros sin dejar ser nosotros mismo. Una vacuna antiviolencia inoculada en el colegio, para no levantar la mano contra nadie, para no permitirlo. Vacié mi ser de todo aquello negativo que me llenaron, un fragmento de mi pasado que hoy se cuenta como anécdota.

El sabor amargo de los tirones de orejas y patillas, palmetazos, bofetadas, cocotazos… un lema de aquel tiempo en los colegios masculinos mayormente, se compensó con una magnifica preparación intelectual y de compañerismo, en el ámbito personal me sirvió para aprobar unas difíciles oposiciones.

Reconozco que no ha sido fácil, tejer en palabras estas sombrías historias. Hoy el derecho de los alumnos está consolidado.

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María Santos y su pueblo Purchil en Granada

Hay personas con encanto y simpatía y una de ellas es María Santos Rodríguez, compañera del Aula Permanente de Formación Abierta de la Universidad de Granada y asociada en ALUMA. Buena escritora, nos deleita con sus narraciones llenas de fantasía y calidad. Ella, con su fácil palabra nos lleva al mundo rural de la Vega de Granada, una niña en su pueblo, encontró la felicidad en lo tradicional y la sencillez de las cosas. Gracias María por tu colaboración y refrescar el caluroso verano con tus recuerdos.

Purchil, mi querido pueblo está ubicado en el centro de la Vega, muy cerquita de Granada.

Desde que nací nunca me mudé a otro sitio. Es por ello, que todos mis recuerdos están en sus calles y en sus rincones. Bonitas vivencias de mi niñez y mi juventud para mí muy importantes

Cuando era niña el pueblo era más pequeño y nos conocíamos todos los vecinos, éramos como una gran familia. Las puertas de las casas siempre estaban abiertas para todo aquel que necesitaba alguna cosa a cualquier hora. Por la tarde, las mujeres cada una con su canasta llena de ropa y su silla, salían a coser a la calle; y la chiquillería, después de salir del colegio, inundaba todos los rincones con sus gritos y juegos.

En verano, muchos días, nos íbamos a jugar a la Era. La Era era donde los agricultores llevaban el trigo. Cada uno portaba su cosecha, la extendían formando una parva, encima de esta ponían una trilla a la que enganchaban una o dos mulas y comenzaban a trillar dando vueltas y más vueltas hasta que quedaba el trigo fuera de su vaina. A mí lo que más me gustaba era cuando mi vecino José me subía con él a la trilla y me tenía un ratito dando vueltas, siempre me parecían pocas. ¡Qué feliz era yo en aquellos momentos!, me imaginaba subida en un maravilloso columpio.

Vista del pueblo de Purchil

Después de trillar, los hombres recogían la parva en un gran montón y la tenían que aventar. Esto consistía en echarla al viento para que al caer lo hicieran separados, el cereal caía a un lado y la paja al otro. Era un trabajo muy duro.

Además de este bonito recuerdo, hay en mi mente cantidad de momentos imborrables que son el motivo de que me guste tanto vivir en él.

El Jueves Lardero o Día de las Merendicas, todos nos íbamos al campo, generalmente a las alamedas; pues era el lugar en donde se podían colgar de los árboles los meceores en los que nos subíamos y volábamos por los aires. Cada uno llevábamos nuestra merienda que consistía en: una rosca, un huevo duro, un trozo de chorizo, pasas, higos y una naranja. Jugábamos al corro y cantábamos las tradicionales canciones del meceor: A los olivaritos/ voy esta tarde/ a ver como menea/ la hoja el aire… Todos, grandes y chicos, disfrutábamos de lo lindo.

No menos disfrute había en las fiestas patronales. Eran tres días intensos. Me sentía afortunada porque vivía en pleno centro donde ponían los columpios y hacían todas las actividades (carreras de cintas en bicicleta, cucañas, partidas de dominó, bailes regionales…).

Por la noche hacían una gran verbena. Venían a cantar los conjuntos de moda y bailábamos todos hasta las tantas de la madrugada, hora de tomarse el chocolate con churros y retirarse a descansar para estar dispuestos el día siguiente.

Ahora Purchil ya no es el mismo, ha crecido mucho, como casi todos los pueblos del cinturón granadino. Algunas de sus tradiciones se han perdido y otras se han transformado. Sin embargo, sigue teniendo su esencia de pueblo acogedor y amable con todos nuestros nuevos vecinos (no forasteros) que conviven con nosotros en este paraje tan fértil y encantador llamado Purchil

 

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Rafael Reche Silva, alumno del APFA
y miembro de la JD de la Asociación
de estudiantes mayores, ALUMA.
Premiado en Relatos Cortos en los concursos
de asociaciones de mayores de las Universidades
de Granada, Alcalá de Henares, Asturias y Melilla.

Rafael Reche Silva

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Comentarios

7 respuestas a «Rafael Reche:« ¿De dónde eres? Mi pueblo y yo, Purchil por María Santos»»

  1. Diego Quiros Montero

    Rafael, sigues evocándonos nuestra niñez de forma sutil y entrañable. Aún recuerdo una anécdota en primero de bachiller, donde pacté con el director la expulsión por una una semana a fin de evitar ser fustigado con una vara. Bonitos recuerdos. Estoy deseando que llegues a los 70. Enhorabuena por el magnífico artículo.

    1. María Silvia Cañete Romero

      Amigo Rafael. Es duro leer hoy tu artículo, especialmente para los que nos dedicamos a la docencia.
      El abuso y el maltrato son lacras execrables y abominables, en cualquier momento de la vida para cualquier ser humano; pero son aún más dolorosas en etapas tan vulnerables como la infancia o la vejez, o en colectivos desamparados como es el caso de discapacitados o refugiados.
      La letra, con sangre no entra. Ni la imposición de la ley o el orden. El fin nunca justifica los medios, porque las secuelas, duran de por vida.
      Yo aún recuerdo la temida regla de madera con la que nos daban en las palmas cuando nos equivocábamos en las tablas. Será por eso que las Matemáticas siempre me han resultado odiosas.
      María Santos ha puesto hoy el contrapunto alegre a las vivencias infantiles, donde estar subida en un sencillo trillo puede ser la experiencia más fantástica, al imaginarte sobre él como el mejor columpio o como la capitana de la mejor batalla.
      Purchil es un lugar precioso donde se pausa el pulso de los días y se disfruta del sabor de la vida tranquila de la mano de sus gentes.
      !Ay…esos ratos sosegados de costura, en el tranco de la puerta aprendiendo punto de cruz de mano de las madres y abuelas!
      ¡Momentos imborrables que nos traéis a la memoria!
      ¡Un afectuoso abrazo para los dos!

      1. Antonio Alcalde Castilla

        Es verdad todo lo que escribes pues esas cosas pasaban y más yo recuerdo mi maestro de que cuando tenía que quitar las piedras y la hierva de su huerto nos castigaba y nos llevaba a limpiar su huerto y a callar nuestros padres decían que estaba muy bien y lo de las parvas en la hera me acuerdo mucho pues nos tirábamos todo el verano triyando hera muy duró de día trillando y de noche llenando la paja para guardar para el invierno estos recuerdos no se olvidan. Un abrazo

        1. Rafael Reche

          Amigo Antonio, como te convertiste en voluntario a la fuerza en el huerto del maestro, imagino que después te recompensaría con los frutos, los tomates, pimientos, melones….Espero que por la noche no le devolvieras las piedras que quitaste a su huerto j aja ja. Buen verano

      2. Rafael Reche

        Amiga Silvia, gracias por tu comentario. Llevas razón en la dureza del artículo y te puedo asegurar que lo he descafeinado bastante. Recordarlo me entristecía, cómo la violencia física se ejercía a diario en el colegio con toda naturalidad sobre los menores, nos inculcaron el miedo y el temor al castigo sino cumplías en clase o con las normas. Algunos que no aprobaban el curso o tenían mal comportamiento pasaban el verano en otro colegio internado, cuyo régimen disciplinario era más rígido. Gracias a que esto es historia pasada y debo reconocer que no fue generalizado en el profesorado. Una minoría muy significativa aplicaban estos métodos. Totalmente de acuerdo, que deja secuelas

    2. Rafael Reche

      Amigo Diego, gracias por tus oportunos comentarios, está vez con el paso de la etapa del colegio. A la llegada del primer COU, todo cambio. Disfruta del verano.

  2. Francisco Calatayud

    Rafa yo también vivo en Purchil un pueblo tranquilo y agradable. Buena gente.
    En la zona donde vivo la calle la Cerca, posiblemente estaba situada la era de que habla tu amiga Maria.
    La palabra forastero se utiliza en Purchil, pero no en tono despectivo, solo para distinguir a los no nacidos allí como yo. Enhorabuena por el artículo. Un abrazo amigo.

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