Jesús Fernández Osorio: «La vuelta a la casa que un día fue»

Todos los que hoy cubren la tierra,
la tierra los ha de cubrir a ellos.
Heródoto, siglo V a. C.

Hay un texto que circula por las redes, al menos en Facebook donde lo he visto yo, en el que se nos hace caer en la cuenta de lo mucho que perdemos con la desaparición de nuestros mayores. Se titula La casa de los abuelos y, si tienen interés, no les será difícil encontrar su lectura. En el mismo se nos habla de lo mucho que cambia todo cuando un día se cierra la casa de los abuelos. Estando totalmente de acuerdo con su contenido, creo que hay un drama aún mayor: cuando se cierra la casa de los padres.

Encabezar estas líneas con la conocida y rotunda cita del historiador y geógrafo griego puede resultar un tanto triste y desalentador. Si bien, a pesar de la seguridad y certeza de su profecía, es inevitable que los seres humanos ante las ausencias más próximas quedemos sobrecogidos en hondas emociones; será entonces cuando las cicatrices y los reveses de la vida se nos muestren de golpe, en toda su crudeza y con todos sus desgarros.

Y es que cuesta mucho aceptar que los momentos vividos con nuestros padres tenían una fecha de caducidad y que nunca fuimos conscientes de su carácter tan efímero. Así, un día, de pronto siempre demasiado pronto, al llegar a casa descubrimos que ya quedó vacía: con sus pobres estancias envueltas entre las brumas de la soledad y sus objetos enmudecidos. En ese repentino instante nos asaltará todo lo que perdimos cuando los perdimos. Un sentimiento que, en palabras del cantautor cubano, Pablo Milanés, es muy difícil que no te “remueva los rincones del corazón”.

Ese día descubriremos, si no lo sabíamos ya, que el tiempo pasado no tiene marcha atrás. Ni siquiera para dar valor a lo que entonces no dimos demasiada importancia; pues, pareciera que siempre estaría ahí. Ahora entiendo bien al poeta Félix Grande cuando recomienda no volver sobre nuestros pasos y aconseja que:

Donde fuiste feliz alguna vez,
no debieras volver jamás: el tiempo
habrá hecho sus destrozos, levantando
su muro fronterizo
contra el que la ilusión chocará estupefacta.

La «majaera» de Las Cruces, la majadera para el esparto que aún se conserva

Ese volver y ese evocar puede que, de un modo inconsciente, nos siga atando todavía: al golpeteo del esparto en la majaera (majadera) de Las Cruces, al verde de los campos de trigo tras los riegos de primavera, a la apertura a borbotones de las flores de los almendros, al difuso paisaje de las sementeras bajo la niebla otoñal, al perfume a tierra mojada tras la ocasional tormenta estival, al crepitar del fuego en las lumbres invernales, al alegre tintineo de los rebaños en su vuelta a casa… Y, sobre todo, a la falta de las personas que dignificaron esos momentos y esos oficios. Unas ausencias generacionales que lentamente irán dejando huérfano el perfil del vecindario. De unos vecinos y vecinas a los que, uno tras otro, se les dará tierra (ahora, más bien, nicho) y su irreparable pérdida irá dejando solas y afligidas las calles y las plazas por las que un día deambularon. Después, sus deudos, los iremos situando, según la impronta que supieron o pudieron labrarse, dentro del particular imaginario colectivo. Ese que, cada vez que recreamos la crónica social del pueblo, servirá para acrecentar, aún más, si cabe, su memoria.

Calle Las Cruces, Cogollos de Guadix

Y es que, ciertamente, los hijos nunca terminamos de conocer del todo a nuestros padres: sus verdaderos anhelos, sus miedos más preclaros, sus grandes penas y sus pequeñas glorias, sus deseos más profundos cuando su futuro menguaba a raudales… Lo que es cierto es que un día se apagaron y se nos fueron sin explicarnos tantas cosas. O, más bien, les dejamos marchar sin escucharlos tantas veces. Motivos varios por los que, desde el fondo del alma, solo podremos darles las gracias por tanta generosidad como nos dispensaron sin esperar nada a cambio. Y, para los que aún tengan la suerte de conservarlos, que sepan cuidarlos. De verdad. Tal como lo harían ellos.

En ese voluntario regreso al ayer, a las casas vacías y al lugar amado, tal y como continúa glosando el poeta extremeño:

El tiempo habrá labrado,
paciente, tu fracaso
mientras ibas
ingenuamente por el mundo
conservando como recuerdo
lo que era destrucción subterránea, ruina.

Un contraste con la cruda realidad que seguramente nos causará dolor y desasosiego, pero que, también, de algún modo, nos debe ayudar a seguir mirando hacia el futuro, hacia lo que aún está por llegar. De ahí la importancia de no relegarlo nunca. Ni de condenarnos nosotros a vivir sin su recuerdo.

Calle Granada, Cogollos

Ya sé que recordar tiene un halo triste, pero peor sería el olvido; que supondría la injustificable traición de sus abnegados esfuerzos, de su reconfortante presencia, de la amistosa mano que nos guiaba y del sosiego y la paz que nos aportaron. Salir ahora en busca de ese pasado nos va a desilusionar y probablemente decepcionaremos. El imparable avance de las agujas del reloj ya lo habrá trastocado todo. Nada seguirá igual: ni el barrio, ni las amistades, ni los parientes, ni el entorno… Sin embargo, constituirán mágicos brotes de un tiempo de felicidad en el que cobijarnos, un resurgir de nosotros mismos y, por supuesto, una forma libre de comprometerse con el mundo.

Todo ese conjunto de nostalgias de un ayer, de unas gentes y de un lugar, son los que hace unos días sentí. Regresé, después de mucho tiempo, a Cogollos, a mi pueblo. A ese pueblo en el que el blanco y el negro de la imagen dio paso a una gama infinita de colores, los carros de ruedas de madera hace tiempo que fueron sustituidos por modernos tractores y automóviles, las damajuanas de vino que aprovisionaban las tabernas dejaron paso a los modernos bares y la acequia que atraviesa La Carrera, ya cubierta, da lugar a sus espaciosas y asfaltadas calles. Si bien, sus viejas esencias, su torre vigilante y siempre referencial y el cariño de mis paisanos y de mis paisanas siguen estando presentes todavía. Y más aún en sus fiestas de San Agustín en esta ocasión su Semana Cultural 2021 que mañana, 28 de agosto, tiene, como es bien sabido, su día más grande. Un día en el que, sin olvidar nuestros orígenes y la evanescencia de nuestro mundo rural, toca divertirse juntos y no caer en el desánimo. Pues, aún sabiendo que el auténtico paraíso siempre es el que se ha perdido, como decía Javier Krahe, “triunfar en la vida no es otra cosa que saber rodearse de afectos”. No desaprovechemos la ocasión. ¡Felices fiestas!

 

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Jesús Fernández Osorio

Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).

Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.

Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,

Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro

Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)

Jesús Fernández Osorio

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