Cómo canta la zumaya!
Ay, ¡cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
Con un niño de la mano
Dentro de la fragua lloran
Dando gritos, los gitanos
El aire la vela, vela
El aire la está velando
F. GARCÍA LORCA, Romance de la Luna Luna.
Fíjense en la foto. La luna no era llena, aunque sí evocadora: la misma noche, ochenta y cinco años antes, asesinaron a Lorca, porque era el 18 de agosto. El poeta moriría solo unas horas después, antes del amanecer de ese día de 1936, y no en este lugar, sino entre Víznar y Alfacar.
Nosotros fuimos al espectáculo que todos los años se celebra con su nombre: “Lorca y Granada en los jardines del Generalife” y allí, efectivamente, está hecha la foto. Somos ya asiduos al certamen. Llevamos asistiendo desde que vimos Poema del Cante Jondo en el café de Chinitas, de Cristina Hoyos. Tanto nos gustó que al año siguiente, que repitieron el programa, nosotros también repetimos. Desde entonces, ha habido otras veces que hemos salido con la misma satisfacción. Pero no fue el caso de esta, porque a El maleficio de la mariposa le faltaron algunos méritos para lograrla. Como no soy entendido en este arte no voy a entrar en su crítica. Solo diré que, personalmente, me gustó mucho la música, pero no así todo lo demás: guion, coreografía, escenografía, vestuario,…, ante los que me vino solo una palabra a la cabeza: minimalismo, pero el debido a la pobreza de recursos.
Este año, además, ha habido otro motivo de decepción: El maleficio… no ha contado con ambigú; ya saben, ese sitio donde en los locales de espectáculo se sirven bebidas y algunas cosas para “matar el hambre”. En la mayoría de ediciones anteriores sí lo hubo, en los propios jardines del Generalife, lo que te permitía disfrutar de una copa o de una cena ligera en ese espacio inigualable. Era un aliciente más para asistir a la gala lorquiana: primero te llenabas del paisaje a la caída de la tarde y, a continuación, ya de noche, del poeta. Pero en esta ocasión, por motivos desconocidos, no ha sido así, privándonos de ese placer que solo era posible un día al año: el que asistías a la función. Y decepciona, porque en Granada siempre parece suceder igual: solo a medias se puede disfrutar nuestra riqueza o, al menos, así nos pasa a la mayoría, los que no somos “gente importante”. ¿Realmente era imposible organizar un servicio de catering como el de otros años? ¿Ha sido una mala gestión? ¿Han sido intereses opuestos al mismo? Posiblemente no llegue a saberlo, pero ahí dejo las preguntas.
Con todo, como uno ya es “perro viejo”, al terminar la insulsa representación supe compensar lo robado. Porque en vez de encaminarme “raudo y veloz” hacia la salida del Generalife, aprovechando la nocturnidad, que tan cómplice es de todo tipo de delitos, me busqué algunos rincones solitarios donde nadie me molestara para hacer unas fotos. Y el resultado pueden verlo en este artículo, en el que casi lo único importante son las imágenes, tomadas las más increíbles entre las 0:18 y las 0:19 de ese 18 del 8 mientras a la salida se formaban unas largas colas en las puertas de los aseos, también para pagar el aparcamiento y ¡cómo no! para salir con el coche. ¡Qué absurdo todo, pudiendo disfrutar sin compañía de tan mágico lugar!
Y así, como me quedé unos instantes frente a la Torre de las Infantas, también solitaria y majestuosa, me acordé de aquello que decía Washington Irving en los Cuentos de la Alhambra cuando trataba sobre ella, en la que vivieron encerradas por un rey moro de Granada sus tres bellas hijas, las princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, a las que solo permitía pasear a caballo de noche y amenazando con pena de muerte a quien les saliera al paso:
“Todavía se las ve de vez en cuando durante la luna llena, cabalgando en las montañas por sitios solitarios, en palafrenes ricamente enjaezados y resplandecientes de joyas,…”.
¡Lástima que la luna no estuviera así para comprobarlo! Pero el caso es que, al llegar a casa, lo hacía con enormes ganas de volver a leer el cuento, al que el escritor llama “Leyenda de las tres hermosas Princesas”. Y resulta que, no solo habitaron esta torre, sino que durante muchos años, siendo aún niñas, las mantuvo de igual manera en el castillo real de Salobreña, de donde las trasladó él mismo a la Alhambra para tenerlas bajo su cuidado y evitar el peligro que los astrólogos habían predicho:
“Las hijas, ¡oh rey!, fueron siempre propiedad poco segura; pero estas necesitarán mucho más de tu vigilancia cuando estén en edad de casarse. Al llegar ese tiempo, recógelas bajo tus alas y no las confíes a persona alguna”.
Sin embargo, nadie puede esperar de mí que desvele aquí la trama y el final de esta antigua historia. Por el contrario, lo que animo es a leerla en su fuente original, la de los Cuentos de Washington Irving. Y más aún, a hacerlo bajo la torre (o frente a ella), que es como mejor se entienden estas cosas tan fabulosas.
¡Quién me lo iba a decir!, El maleficio de la mariposa me trasladaba a las leyendas de la Alhambra en esa cálida noche ochenta y cinco años después de aquella otra trágica —¡muy trágica!— de nuestra Guerra Civil.
Y solo cinco días más tarde, acompañada de negros nubarrones, llegó la luna llena, cuando ya en Afganistán se repetía la tragedia:
“Los talibanes buscan puerta por puerta a excolaboradores de las tropas extranjeras y funcionarios del antiguo Gobierno.
Según un informe en poder de la ONU, los insurgentes tienen listas de objetivos a cuyos familiares amenazan con detener o matar si no se entregan” (El País).
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)