Erguidos e impasibles, atentos al horizonte, rígidos en su musculatura… Son los advenedizos colonizadores de las calzadas.
Tras la pandemia se han disparado las ventas de bicicletas, lo mismo que ha aumentado la demanda de viviendas con espacios abiertos. Es la necesidad de sentirnos libres, sin acotaciones de mampostería ni alturas que pongan fin a nuestra urgente ansia de libertad. Y con ellas también otros medios de circulación se van abriendo paso en la jungla de asfalto de las ciudades.
Pequeños, silenciosos, estables y ligeros, los patinetes eléctricos se han incorporado a las costumbres de la tribu en su movilidad tecnológica, tanto en su uso como en verlas en el paisaje de los núcleos urbanos. Las ventajas para quienes los utilizan son incuestionables: fáciles de transportar, rápida limpieza, mínimo mantenimiento, económicos y sumamente ecológico; máquinas perfectas tanto para el ocio, la diversión y el transporte. Incluso, en ciertos lugares, las autoridades autorizan su tráfico compartido con el carril de bicicletas, convirtiéndose en horas punta en verdaderos patinaderos. Lo hemos podido comprobar más que nunca en estas recién fenecidas vacaciones.
Ahora bien, ante una nueva realidad social, nuevas campañas de concienciación y educación…
Lo curioso del caso es que ya en 1968 un industrial catalán, Juan Ferret Carbonell, ideó un modelo de patín eléctrico –el Fervepatín– que funcionaba con una batería de 12 voltios, alcanzando una velocidad de ocho kilómetros por hora y con un coste de una peseta. Así lo he hemos visto anunciado casualmente en La Vanguardia del 7 de diciembre de 1968.
Muchos Ayuntamientos se han tenido que poner serios y confiscar algunos de estos aparatos motorizados cuando han sido utilizados imprudentemente en las vías públicas; un frenazo al incivismo que muchos muestran en el manejo del popular artilugio. Visto lo visto, deberíamos habilitar zonas exclusivamente para peatones y respetar a pies juntillas el metro cuadrado de espacio propio e inviolable para que todo paseante tenga oportunidad de disfrutar de su derecho a la libertad y no ser invadidos por auténticos surfistas urbanitas que con sus diabluras a toda vela convierten al peatón en la principal víctima de su propio espacio de seguridad.
Aunque por lo general, los conductores de los conocidos como vehículos de movilidad personal (VMP) tienen el sentido de la responsabilidad no faltan los intrépidos patinadores que, zigzagueando emocionados por la sensación inigualable de velocidad, creen deslizarse en un concurrido velódromo atropellando el derecho de los viandantes. Como siempre, las autoridades tienen que poner en valor este fenómeno en alza y que impere, sobre todo, la tranquilidad e integridad de los peatones porque de momento, los patinetes eléctricos no se contemplan como deporte olímpico.
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Profesor de Educación Secundaria y Bachillerato