Uno de los pocos aspectos en los que estoy de acuerdo con los autores de la posmodernidad (en este punto en concreto, con Jean-François Lyotard, quien dio nombre a esa importante corriente de pensamiento) consiste en que no hay una sola historia sino muchas historias, esto es, que no hay una única línea de desarrollo histórico dentro de la cual se insertan las diversas civilizaciones, sino que cada una tiene la suya propia, de manera que, aunque existan en la misma fecha cronológica, no pertenecen a igual época, cosa que se pone dramáticamente de manifiesto cuando, por diferentes razones, los caminos de aquellas se entrecruzan.
Un ejemplo sobresaliente de ello lo constituyen las intervenciones militares norteamericanas, bajo distintas justificaciones, en países musulmanes como Afganistán e Irak, en 2001 y 2003 respectivamente. Después de derrotar y derrocar con relativa facilidad gracias a la fuerza abrumadora de sus armas a los regímenes allí instalados, los Estados Unidos –secundados por sus aliados occidentales- se propusieron crear (en aplicación de un programa al que se le conoce como “internacionalismo liberal”) en ambos sitios un nuevo orden basado en la democracia y los derechos humanos, es decir, intentaron exportar “conquistas de la Modernidad” a pueblos que, por mentalidad, en el mejor de los casos, no estaban preparados para recibirlas ni ponerlas en práctica adecuadamente. Como ha señalado hace poco el escritor y ensayista anglohindú Pankaj Mishra, la incapacidad de la potencia inicialmente vencedora –y de las naciones colaboradoras- de comprender otras realidades culturales (de tomar conciencia, añadiría un servidor, de los desfases históricos existentes entre las diversas comunidades humanas que dificultan extraordinariamente la trasferencia de elementos avanzados, sobre todo, en materia moral, social, jurídica o política a sociedades más arcaicas, un proceso, por otra parte, deseable que, de producirse, exige llevarse a cabo prudente y gradualmente), esta alarmante “carencia cognitiva”, en definitiva, se halla en la raíz de los desastres cosechados por aquellas en la antigua Mesopotamia, antes, y, más recientemente, en Afganistán, motivo por el cual ese competente ministro de asuntos exteriores del Reino de España que fue Josep Piqué ha venido a afirmar, acertadamente, que, en sendos escenarios, el mundo libre –con Estados Unidos a la cabeza-, si bien ganó la guerra, perdió luego la posguerra.
Esos fiascos absolutos podrían haber sido evitados si, en primera instancia, los dirigentes norteamericanos (para ser más exactos, el presidente George Bush hijo, bastante menos inteligente en el ejercicio del mismo cargo que su padre) no hubieran incurrido en un defecto habitual entre los líderes políticos consistente en no escuchar a las personas verdaderamente clarividentes de su país, las cuales no se identifican, generalmente, con los consejeros áulicos, sino con figuras que se sitúan extramuros del poder como los expertos o intelectuales. Digo esto porque muy distinto hubiera sido el curso de los acontecimientos si los jerarcas americanos se hubieran tomado la molestia de leer los textos del importante filósofo político compatriota suyo Russell Amos Kirk, quien, nada menos que a principios de la década de los noventa de la pasada centuria, escribía lo siguiente: «Hasta ahora he estado sugiriendo (…) la idea de que una política exterior razonablemente conservadora, en la nueva era que despunta, no debería ser ni “intervencionista” ni “aislacionista”, sino prudente. Su finalidad no debería consistir en garantizar el triunfo en todas partes, bajo la etiqueta del “capitalismo democrático”, de los usos y costumbres de Estados Unidos, sino más bien en lo contrario: en la defensa del verdadero interés de la nación y la aceptación de la diversidad de instituciones económicas y políticas alrededor del mundo (…) Nuestras perspectivas en el mundo de cara al siglo XXI son brillantes, a condición de que los estadounidenses no nos dediquemos a pavonearnos por el globo, proclamando nuestra omnisciencia y omnipotencia». De este modo, si se hubieran atendido estas sabias recomendaciones, una guerra como la de Irak no habría sido desencadenada (al resultar perfectamente inútil dado que, a esas alturas, el tirano Sadam Husein solo representaba un auténtico peligro para sus atribulados conciudadanos) y la necesaria guerra de Afganistán se habría transformado en una contundente y sostenida campaña de castigo sin otra finalidad que disuadir, de una vez por todas, a los talibanes de acoger el terrorismo islamista internacional.
Así pues, planteando objetivos realistas en el terreno del que venimos hablando, más le vale a Occidente conformarse, en el plano externo, con permanecer atento a las potenciales amenazas para sus intereses que puedan surgir tanto en ese atormentado Estado de Asia Central como en otras zonas musulmanas a fin de conjurarlas a tiempo, y, en el plano interno, con mantener a raya el fundamentalismo islámico y tratar de preservar, al menos, en su lugar de origen los fundamentos del sistema de vida que, hasta el momento, ha demostrado mayor capacidad de hacer feliz a la gente.
JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ PALACIOS,
Profesor de Filosofía y vocal por granada
de la Asociación Andaluza de Filosofía