El fallecimiento de un hombre (sacerdote católico), que gozaba de mi consideración –a pesar de nuestras diferencias de criterio –por un quítame allá esas “letras”–, aumentadas en los últimos años–, me ha hecho reflexionar sobre la importancia de vivir el día a día, con la prudencia de la previsión, pero sin desaliento.
Quisiera explicarme bien, pues ya sabéis que soy contrario a la toma de decisiones “en caliente”, así como a cualquier valoración que no haya sido meditada suficientemente.
Entiendo (aunque no lo comparta) que, en algunos casos, por mor de los tiempos que estamos pasando –y no hablo de lo que nos puede sobrevenir a más largo plazo–, estemos cayendo en una suerte de fatalismo, cercano a la duda de todo lo que soporta nuestra razón de ser.
Fundamentalmente la incertidumbre sobre nuestras creencias, pilares básicos para el subsistir, sea cual sea nuestra fe o la falta de ella, y que sólo tienen para mí una razón primigenia: “Pueden quitarnos la vida, pero jamás nos quitarán… ¡La libertad!” (William Wallace (Mel Gibson) en “Braveheart”).
Así, al hilo de lo dicho, vuelvo a plantearme la necesidad inmediata de recomponer nuestra civilización –convivencia–, en todos sus ámbitos, y de un modo especial en lo que se refiere a nuestra candidez sobre lo que nos cuentan, personal o colectivamente, sin contraste alguno.
Recordad –recordemos juntos– lo que, en una de sus publicaciones, mantenía Hilde Sánchez Morales: “Y la tristeza, calificada por algunos analistas como ‘enfermedad del alma’, es consecuencia, al tiempo que también puede estar en el origen, de los procesos de apartamiento de lo social, de la pauperización en el ámbito relacional y personal y, consecuentemente, de la inmersión del individuo en el desarraigo e indigencia sociales”, pues me sobrecoge que, ahora, como en anteriores tiempos de oscuridad, algunos sigan manteniendo la validez de esta máxima proverbial del refranero: “La caridad bien entendida empieza por uno mismo”.
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de
Ramón Burgos
Periodista