Hay libros que irremisiblemente nos llevan a otros libros. ¿Quién, al leer La Regenta, no ha visto aparecer en su mente la consabida imagen de Madame Bovary? ¿Quién, al avanzar en las páginas de la exquisita Sinfonía Pastoral de André Gide, no ha vislumbrado, aunque sea en la lejanía, la inconfundible silueta de la Marianela de Galdós? ¿Quién, versado en literatura francesa y española, no ha sentido alguna vez la tentación de comparar estos dos libros: L´abbé Jules de Octave Mirbeau (1848-1917) y San Manuel, bueno y mártir de Miguel de Unamuno (1864-1936)? En ambos libros se repite el mismo tema –el cura que no cree-, y también ambos disfrutan del alto honor de figurar en el “Índice” de libros prohibidos por la Iglesia. Creo que merece la pena acercarse a estos dos libros. La novela de Mirbeau se publicó en 1888 y la de Unamuno en 1931. Son cuarenta y tres años los que separan una novela de la otra, tiempo más que suficiente para que la obra de Mirbeau llegase a España e incluso se olvidara.
Inmediatamente nos viene a la mente la inevitable pregunta: ¿Conocía don Miguel la novela de Octave Mirbeau cuando comenzó a escribir su inolvidable “nivola”? Pregunta imposible de responder –sólo el propio Unamuno podría responderla-, pero en modo alguno imprescindible para llevar a cabo la comparación entre estos dos libros.
Ya lo hemos dicho: en ambos casos el protagonista es un cura que no cree. A éste se unen otros puntos de coincidencia: ambas novelas suceden en un ambiente rural –en el Viantais en el caso del “abbé Jules”; en Valverde de Lucerna en “San Manuel”- y también en ambas novelas la historia nos es contada por alguien que el autor convierte en narrador de los hechos: un niño, -le petit Albert-, sobrino del cura y alumno de sus clases de latín y otras materias, como ecología –sí, ecología “avant la lettre”- y pequeña filosofía de la vida y de la muerte que a veces roza el ateísmo, en el caso del abbé Jules; una beata de la parroquia, Ángela Carballino, en el caso de San Manuel. Esta elección de los narradores le da a la novela de Mirbeau un encanto, traspasado de infantil ingenuidad, que no tiene la obra de Unamuno, cuya narradora desde el primer momento muestra su enamoramiento espiritual hacia el santo varón. Baste como ejemplo el retrato que nos ofrece de él: “Se llevaba las miradas de todos, y tras ellas, los corazones, y él al mirarnos parecía, traspasando la carne como un cristal, mirarnos al corazón.(…) Empezaba el pueblo a olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma”. Otro punto de coincidencias es el hecho de que en las dos obras la muerte del protagonista ocurre antes de llegar a la vejez y en ninguna de las dos supone el fin de la novela: en la de Mirbeau queda la cola del testamento –capítulo tan esencial que primero la obra se iba a llamar “Le Testament de l´Abbé Jules”- y en el de Unamuno la ya aludida subida a los altares del protagonista.
Pero, aparte de estas evidentes coincidencias, en todo lo demás una y otra novela, difieren. Para comenzar, el tamaño: “L´Abbé Jules” es una novela extensa, de más de trescientas páginas, -exactamente 334 en la edición Albin Michel que yo poseo- y “San Manuel Bueno, mártir” es una novelita o “nivola” que no pasa de cien. Consecuencia de esta diferencia de tamaño es el desfile de personajes, extraordinariamente parco en la obra española, y muy abundante y variopinto en la francesa. Otra notable diferencia es el ambiente en que ambas se desarrollan –ambiente rural francés en una, ambiente rural español en la otra- y el enfoque con que ambos autores tratan el tema. Pero la diferencia fundamental está en los dos protagonistas: el cura francés es libertino, descarado, polémico y decididamente ateo –“Dios es una quimera” es lo primero que le dice el cura cuando el niño-narrador va a su primera lección de latín– y escandalosamente rico; en cambio el cura español es la mansedumbre personificada, siempre dispuesto a ayudar a los demás, santo a los ojos de todos, cuyo secreto –su incredulidad- tan sólo conoce, Lázaro, su amigo más íntimo. La muerte de ambos también es muy diferente: el cura de Valverde muere en olor de santidad al tiempo que la muerte del cura francés nos recuerda la de cualquier libertino. El capítulo de la muerte del cura Jules es de los más llamativos de todo el libro. El cura está moribundo y hasta su casa han llegado familiares y amistades deseosos de heredarlo. Entre ellos está el narrador de la novela. Mientras llega el momento del óbito, unos y otros disimulan su impaciencia rezando misereres, kiries y rosarios por el alma del moribundo que les responde con esta canción picarona que él había oído en su niñez:
Le curé lui d´manda
Lari ra
Le curé lui demanda
Qu´as-tu sous ton jupon?
Lari ron.
Sigue a continuación la respuesta de la buena feligresa. Dice así:
C´que j´ai sous mon jupon
Lari ron
C´que j´ai sous mon jupon,
C´est un p´tit chat tout rond.
Lari rond.
Traducción (con algunas licencias)
El cura le pregunta,
Lerin lerin le unta,
a más de tu refajo,
Lerin lerin lerajo
¿qué llevas ahí debajo?
Lerín lerín lerajo.
A más de mi refajo,
Lerín, lerin lerajo,
yo llevo aquí debajo,
Lerin lerin lerajo,
un conejo chiquitito,
Lerin lerin lerito,
peludo y calentito
lerin lerin lerito. (1)
De nada sirvieron todos los edificantes consejos de cuantos estaban alrededor del enfermo. El cura siguió con su canción hasta que la Parca acabó con él. Tantas veces repitió la cancioncilla que cuantos estaban alrededor, sin darse cuenta, terminaron tarareándola. Frente a esta muerte, posiblemente la más chispeante de toda la literatura francesa, la del cura de Unamuno es conmovedoramente piadosa.
Ya he adelantado que ambas obras no terminan con la muerte de sus respectivos protagonistas: el cura español va a ser elevado a los altares (lo cual después de conocer el gran secreto de su vida –su incredulidad-, no deja de tener su ironía) y el cura francés ha dejado depositado ante notario su testamento. La codicia de los familiares –una característica muy burguesa que salpica toda la obra- los lleva a todos ante el notario. Éste, con gran solemnidad, abre el sobre del testamento y comienza a leer un largo preámbulo sobre las vocaciones religiosas –falsas vocaciones, sólo van a ellas, según el abbé Jules, los desertores del arado-, que termina con este inusitado legado. Traduzco: “Yo lego en toda propiedad, mis bienes muebles e inmuebles, al primer cura de la diócesis que cuelgue la sotana”. Consternación general. Todos salen hablando pestes del muerto.
Se ha dicho que Mirbeau, para escribir su novela, se inspiró en un tío paterno suyo, l´abbé Louis Aimable Mirbeau, (1813-1867) que se destacó por su enemistad con el clero oficial, y sobre todo en el inquietante cura Jean Louis Verger, (1826-57), especie de Savonarola francés, cuyo odio a la jerarquía eclesiástica le llevó a asesinar al arzobispo de París, crimen por el que fue guillotinado. También parece innegable la huella de Jean Meslier (1664-1729), cura de aldea que dejó a su muerte un testamento literario-filosófico que ahora se considera como el primer tratado de atelogía de Francia. Unamuno no tuvo necesidad de inspirarse en nadie. Le bastaron sus dudas entre razón y fe para crear, a su propia imagen y semejanza, su personaje principal y, rodeado de los imprescindibles acompañantes, ofrecerlo al lector. Con él iba también el propio retrato espiritual del autor. Él hubiera podido muy bien repetir la famosa frase de Flaubert: “San Manuel Bueno y mártir, c´est moi”. Sin saberlo acababa de dar vida a una de las novelas más hermosas de la literatura española de todos los tiempos. Novela que, seguramente escrita mucho antes, hasta que en 1931 llegó la República, y con ella la libertad de expresión, no se pudo editar.
(1) El cambio de animal no es un error. Se debe a que el animal que en Francia simboliza el sexo de la mujer es el gato y en España es el conejo. La traducción literal no tendría sentido.
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(Turón, Granada, 1933)
crítico, novelista
y traductor