¿A qué y por qué? Sin duda, es la gran pregunta –doble– que muchos nos estamos planteando en estos momentos.
¿A un futuro general –económico-social– o, sobre todo, personal?
En cualquier caso –nos consideren, o nos consideremos, seguidores de la teoría “conductista” o de la “psicología profunda” (o de ninguna)–, una definición más que aceptable podría ser que “El miedo es una emoción caracterizada por una intensa sensación desagradable provocada por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente, futuro o incluso pasado” (es.wikipedia.org).
Pero, además, la explicación citada continúa que este efecto “se deriva de la aversión natural al riesgo o la amenaza, y se manifiesta en todos los animales, lo que incluye al ser humano”, para finalizar que “La máxima expresión del miedo es el terror. Además, el miedo está relacionado con la ansiedad”
Este aviso –necesitamos muchos de este tipo– me ha llevado a la reflexión sobre la necesidad perentoria de parar mi tiempo de recuerdos y reencontrarme con el día a día, a modo y manera como ya os he hablado en anteriores ocasiones; es decir, sin perder de vista lo aprendido.
Habrá que anteponer la calma a las decisiones imperativas e insensatas; habrá que replantearse cuestiones que siempre dimos por intocables; habrá que –no me canso de repetirlo– socializar la casa, el barrio, la ciudad, el país…
Y en este esfuerzo, indiscutiblemente titánico, necesitamos en primer lugar una unidad de actuación –aunque nuestros pensamientos e ideas tengan signos contrarios–, que en ningún caso, como está ocurriendo con demasiada frecuencia, conculque los derechos humanos y la imprescindible convivencia en paz y armonía.
Así, el pavor dejará de tener su causa en las actuaciones de nuestros semejantes (o en las nuestras), incluso en los desafíos que constantemente estamos lanzando contra la naturaleza: construir donde no se debe, atentar contra el ecosistema, poner excusas económicas para no “reparar” lo dañado, etc.
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de
Ramón Burgos
Periodista
