En el intento por seguir dando a conocer la enorme complejidad del pasado, hoy volveremos la vista hacia quienes se vieron obligados a echarse al monte; en unos casos para salvar la vida y, en otros para continuar la agónica lucha contra el régimen dictatorial surgido de la Guerra Civil: a los popularmente conocidos como maquis. A la memoria, en suma, de los que podríamos considerar como los últimos combatientes de la II República.
Hace casi justo un año que, en estas mismas páginas de IDEAL EN CLASE, dedicábamos una primera aproximación al tema de la guerrilla antifranquista. Lo hacíamos como justo homenaje a su rebeldía frente la adversidad y como fiel testimonio de su sacrificio inútil por tratar de revertir la derrota en victoria. No lo lograron. La mayoría murió en el intento. Nosotros, ahora, conocedores de su ingrato final, somos conscientes de su quimera. Ellos no lo sabían, ni podían saberlo; su esperanza estuvo situada en los ejércitos aliados que combatían a los nazis por media Europa y en la posibilidad de su continuidad en tierras hispanas.
Sobre esos guerrilleros y su heroica resistencia rememorábamos, en aquella ocasión, la odisea que, en 1952, protagonizó un grupo de huidos que, desde la costa granadina y después de atravesar toda la Península, logró cruzar a Francia. Todo un final feliz que, como fácilmente pueden intuir, no siempre se dio. Más bien al contrario; pues, supuso toda una excepción en lo que fue la semblanza de los hombres de la sierra.
En esta ocasión nos haremos eco de su intento de supervivencia en el entorno hostil de la posguerra. Un drama en el que es fácil imaginar las duras condiciones en las que hubieron de bregar –junto con sus familias–. Un panorama que, con el paso de los años, se volverá cada vez más y más desalentador: el hambre, la soledad, las delaciones, el frío, la lluvia, los castigos físicos, la escasez de armas y municiones, las traiciones, etc. Vicisitudes varias de peligro constante y sin descanso que he tratado de sintetizar en el título que encabeza estas líneas. El cual he tomado de las emotivas palabras pronunciadas por el escritor Manuel Rivas en la exhumación un guerrillero orensano, en el 2014. Se trataba de Perfecto de Dios Fernández, un muchacho de 19 años ejecutado, en 1950, en las inmediaciones de un pequeño pueblo de la provincia de Ávila (Chaherrero). Unos restos que habrán de permanecer en unos terrenos próximos al cementerio hasta que, 64 años después y gracias a la solidaridad de un sindicato noruego, por fin, su familia pudo recuperarlos.
En el contexto más próximo de nuestra provincia, por su especial orografía, hallaremos innumerables episodios de resistencia armada. Así como de la implacable persecución llevada a cabo por la Guardia Civil. Todo un epílogo del clima bélico anterior que conducirá a un buen número de tragedias personales y colectivas. Persecuciones, emboscadas, secuestros, venganzas, torturas a enlaces, actuaciones de las contrapartidas armadas de guardias civiles vestidos de paisano para confundir a los hipotéticos colaboradores de los guerrilleros… Una interminable y desigual confrontación que en La Alpujarra podemos encontrar en numerosos casos, como el ocurrido en un molino de la rambla de Cástaras. En dicho lugar, el 3 de julio de 1947, resultarán muertos siete guerrilleros tras un largo e intenso tiroteo y lanzamiento de granadas en su interior. Todos, naturales de los pueblos de la comarca, serán llevados, inscritos y enterrados revueltos en una fosa común del cementerio de Torvizcón.
No todo fueron actividades guerrilleras propiamente dichas. Apenas dos meses después, en ese año especialmente cruento de 1947, el 6 de septiembre, en la rambla de Barbacana, en el término municipal de Almegíjar, resultarán abatidos por la Guardia Civil otras cinco personas. Según la versión de Guardia Civil se trató de una emboscada llevada a cabo en un “paso obligado de los forajidos que actuaban por esta comarca”. De madrugada vieron acercarse a “un grupo de hombres armados y que caminando por la rambla se dirigían hacia el río (Guadalfeo), con propósito de internarse en la sierra de Almegíjar, dándoles el alto a la Guardia Civil, a lo que respondieron los bandoleros con varios disparos de escopeta. A cuya agresión respondió la fuerza enérgicamente resultando los cinco muertos, que eran los que constituían el grupo”. Los cinco cadáveres fueron identificados, trasladados –terciados sobre caballerías y a plena luz del día– por el mismo centro de la población de Torvizcón. Una vez realizadas las correspondientes autopsias serán enterrados en idéntico lugar que los anteriores. Igualmente se trataba de vecinos de los pueblos más inmediatos.
Según otras versiones más conocedoras de la realidad social del momento –y, obviamente silenciadas durante toda la dictadura–, ninguno de los asesinados tenía relación alguna con la guerrilla. Sencillamente, tal como algunos historiadores como José María Azuaga han documentado y corroborado, fueron detenidos bajo ligeras sospechas de colaboración –que podían afectar a cualquiera– y, posteriormente, llevados hasta el citado enclave; en el que fueron fusilados. Es decir, se estima que se trató de una ejecución extrajudicial. Sin duda, sus antecedentes políticos y familiares les habrían bastado para aplicarles la injusta condena. ¿Quién podría decir lo contrario?
Una misma táctica despiadada de acabar con cualquier atisbo de oposición como la que tendrá lugar otros dos meses más tarde, el 11 de octubre, en el cerro de la Virgen de la Cabeza de Cogollos de Guadix. En dicho entorno resultarán muertos, en un supuesto “encuentro” con la Guardia Civil, tres vecinos de Graena y uno de Cortes. Las dudas son más que razonables de su veracidad. Todas las hipótesis apuntan más bien a que se les aplicó la conocida como “ley de fugas”, es decir: disparar con carta blanca; simulando que el detenido iniciaba la huida. Posteriormente, y en idéntico procedimiento, sus cuerpos serían trasladados y enterrados en una fosa común del cementerio de Jérez del Marquesado.
Por último y, en cierto modo conectando con lo ya relatado en el artículo citado, y relacionado con el paso de los furtivos guerrilleros hacia la frontera francesa, del año 1952, por el cortijo de El Raposo, en el término de Dólar, señalaremos que en la incesante búsqueda de los posibles enlaces que hubiesen podido ayudar a los maquis, –y sin olvidar la existencia de posibles “agentes dobles” que podían colaborar con una u otra parte–, resultará muerto por disparos de la Guardia Civil un trabajador, Claudio Rodríguez Martínez. Otra muerte violenta cuyas circunstancias del relato apuntan claramente a la existencia de otra ejecución sin juicio previo.
Por último y abundando en las relaciones de coexistencia entre campesinos y guerrilleros podemos encontrar, en la sierra de La Contraviesa, en el cortijo de la Venta de la Bolina (Torvizcón), una delación que acabará con la muerte de un guerrillero allí alojado y que será conducido también a la fosa común de su camposanto. Poco tiempo después su muerte será oportunamente vengada por una de las partidas de la zona. Violencia, extorsiones y secuestros que, junto a las llevadas en toda la provincia, conducirán al recrudecimiento de la represión contra la guerrilla.
Sin ánimo de reabrir heridas y en recuerdo de aquellos hombres bravos y con manos encallecidas que, sin empuñar un arma siquiera o aferrándose a ella en los últimos instantes para salvar su vida, acabaron en una anónima fosa común, ¿podríamos considerar que, en pleno siglo XXI, son ya una anomalía histórica para la España democrática? ¿Cómo es posible que sus restos reposen, bajo tierra y olvido, junto a las tapias de los cementerios? ¿Será posible que algún día un simple memorial recuerde sus nombres o, mejor aún, que sean entregados a sus familiares?
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)