El 9 de octubre de 1945 no fue sábado, sino martes. Y este país no era en blanco y negro, como las fotografías o las imágenes del NO-DO nos muestran, sino a color. Aunque sí muy distinto al actual; es más, radicalmente distinto y peor: la guerra había terminado hacía solo algo más de seis años, sin embargo, de manera inexplicable, seguía en vigor el “estado de guerra”, que finalizaría el 7 de abril del 48, es decir, pasados nueve años del término de la contienda.
Además, estaba absolutamente empobrecido y muchos esperaban con ilusión que la derrota de los países fascistas en la Segunda Guerra Mundial provocara la caída de nuestro propio régimen autocrático, encabezado por el “Caudillo”, que tanto se había acercado a Hitler y Mussolini desde el primer momento.
Pero la dictadura española, cuyas normas al principio se asemejaban mucho a algunas implantadas por el “Duce” (como el Fuero del Trabajo, de 1938, que imitaba la Carta del Lavoro), llevaba ya algún tiempo intentando maquillar ese fascistoide aspecto inicial; en concreto, desde que la victoria de los amigos alemanes e italianos empezaba a no estar tan clara. Y eso empezó a ser así en 1942, cuando la entrada de Estados Unidos en la lucha reforzó la posición de Reino Unido, Francia,… y de todos aquellos que estaban en el bando contrario al Eje Roma-Berlín-Tokio.
Por eso, en 1943, Franco aprobó la Ley de Cortes, mediante la cual recuperaba esta vieja institución española que había existido hasta la República, pero ahora como un organismo plenamente controlado por el dictador, sin el menor rasgo de cámara de legítima representación popular.
No obstante, dos años más tarde, la situación del “régimen” era aún más arriesgada, ya que nuestros siniestros aliados habían perdido la guerra mundial, lo que dejaba a España como un raro fósil totalitario en el liberal entorno de Occidente. Y era, por tanto, urgente aplicar a nuestro sistema político grandes paletadas de maquillaje que lo hicieran menos repugnante entre nuestros vecinos. Es de sobra conocido, por ejemplo, que el nuevo presidente de los Estados Unidos, Henry Truman, incluso unos años después, seguía aborreciendo a Franco.
En este delicado contexto para los dirigentes de nuestro país y quienes los apoyaban es cuando el dictador aprueba dos más de sus “leyes fundamentales”: el Fuero de los Españoles —publicado en el B.O.E. en una fecha tan simbólica como el 18 de julio de 1945— y la Ley de Referéndum Nacional, ya del 22 de octubre de ese mismo año. Mediante ellas intentaba otra vez dar al país un basto “barniz” democrático que lo dejara aceptable a los ojos de los nuevos amos del mundo, en los que sí existían derechos y libertades reales para todos sus ciudadanos (excepto en la URSS de Iósif Stalin).
Dentro de este proceso de imperioso camuflaje —que no engañó a nadie— se sitúa también el “Decreto de 9 de octubre de 1945 por el que se concede indulto total a los condenados por delito de rebelión militar y otros cometidos hasta el 1º de abril de 1939” (B.O.E. del 20/X), firmado por el ministro de Justicia, Raimundo Fernández Cuesta —así como por el propio Francisco Franco— y que comienza así:
“Al iniciarse el décimo año de la exaltación del Caudillo a la Jefatura del Estado, excarcelados ya en virtud de las disposiciones de libertad condicional y redención de penas por el trabajo el noventa por ciento de los que fueron condenados por su actuación en la Revolución comunista, y encontrándose en el extranjero fugitivos muchos españoles incursos tal vez en menores responsabilidades que los presos ya liberados, el Gobierno, consciente de sus fuerzas y del apoyo de la Nación, se dispone a dar otro paso en el camino de la normalización progresiva de la vida española. (…)”.
A continuación, en su artículo primero, establece el indulto total de la pena impuesta por los delitos de rebelión militar cometidos hasta el final de la guerra, siempre que no hubieran sido “actos de crueldad, muertes, violaciones, profanaciones, latrocinios u otros hechos que por su índole repugnen a todo hombre honrado, cualquiera que fuera su ideología”.
Indudablemente, pasados tantos años desde el inicio de una represión que fue sanguinaria tanto en la guerra como en la posguerra, eran miles los que no podían acogerse a esta medida de gracia al llevar tiempo enterrados. Otros habían salvado la vida, pero sufrido ya un largo encarcelamiento, por lo que tampoco el indulto les cambiaba nada. Así que, realmente, el decreto fue una disposición de escasa incidencia entre la población reclusa, que más se había beneficiado de decisiones anteriores de libertad condicional y de redención de penas por el trabajo. Eso sí, además de contribuir a esa burda operación de encubrimiento de la dictadura, se centraba en atraer a los exiliados, lo que ya suponía un importante efecto propagandístico en el exterior.
En el caso mostrado en el documento adjunto, el encausado —un joven maestro granadino— había sido condenado en 1938 por un consejo de guerra a la pena de seis años y un día de “prisión militar mayor”. Pero hacía tiempo que había podido salir de la cárcel para pasar, en primer lugar, a una situación de libertad condicional*; ahora bien, acompañada, esta “libertad”, de la separación definitiva del Magisterio (decidida por la comisión depuradora) y de una sanción económica de 300 pesetas (impuesta por el Tribunal de Responsabilidades Políticas). De ahí que el indulto que le fue concedido en 1948 le sirviera, básicamente, para lograr “el archivo sin más trámite de la presente Causa núm. 789…”.
(* ) Gracias a la Ley de 4 de junio de 1940 (B.O.E. de 6 de junio).