No parecía entonces en nuestra infancia la monotonía un animal que amenazara el bienestar y desbrozara con uñas y dientes nuestra felicidad.
Contra mi costumbre, hoy me ha dado por volver a mi agenda de hace dos años que conservo como oro empañado, quizás más empujado por aquel más joven que era que por no saber qué anotaciones y guarismos subrayados iba a encontrar. Lo cierto es que mantenemos inalterables santos y cumpleaños, recordatorios ahora intrascendentes de consultas médicas y revisiones puntuales. Y aquellos planes que tan ideales nos parecían entonces, ahora son casi como soñar en una tierra convertida en solar estéril en un abrir y cerrar de ojos. Y decido deshacerme de ella, menos de los rostros de quienes habitan en fechas destacadas como si esto evitara dejar de ser un animal enjaulado en que nos convierte la rutina; repetición que no quiere decir hastío.
Rutina en el estudio, en el ejercicio y en el oficio. Esa “marcha por un camino conocido” nos convierte en verdaderos autómatas de realidades y mimetismos.
Aunque los expertos insisten en los muchos beneficios que la rutina tiene en nuestras vidas, parece que el ciudadano de a pie no encaja con igual entendimiento la monotonía porque inmediatamente lo relaciona con aburrimiento, sopor y pesadez; todo lo contrario, pues, a la aspiración individual a lo intrépido, improvisado y arriesgado.
Para mitigar el bochorno y hacer un quiebro a la rutina, improvisamos una salida a la costa. Atardece. Apenas unos pocos bañistas domingueros permanecen en la pequeña playa junto a algún otro nadador rezagado. Otros la abandonan con la resignación del inminente lunes grabada en el rostro. Extendemos las toallas en la arena, clavamos las sillas cerca del agua, lo suficiente como para que la llegada de esporádicas olas afiancen nuestra estabilidad y nos damos al abandono y a la calma que proporciona la ausencia de sombrillas y vecinos, de menores chapoteando escandalosamente el agua como si fueran capaces de dividir el mar o braceando fuera de este.
De pronto, devienen viejas fotografías de otro tiempo estival y el cuadro “Dalí a la edad de seis años cuando creía que era una niña”. En él, se aprecia a una joven que con la mano derecha alza la piel del mar dejando al descubierto un perro velazqueño que duerme. En la izquierda lleva una concha, objeto símbolo del ensueño que nosotros sustituimos por la costumbre atávica de recoger piedras de la arena que con la escasez de luz apenas se aprecia el valor de sus colores. No parecía entonces en nuestra infancia la monotonía un animal que amenazara el bienestar y desbrozara con uñas y dientes nuestra felicidad. Ahora, hasta las generaciones más jóvenes se aburren entre videoconsolas y youtubers en su hedonismo tecnológico, tan pronto sucumben extasiados por la atracción de lo nuevo como desalmados por su prematuro embotamiento.
Y así abrimos una puerta para que la rutina airee recuerdos y añoranzas y nos ponga ante los ojos quiénes somos y quiénes hemos sido, el pasado que no descansa y el futuro que nos espera
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Profesor de Educación Secundaria y Bachillerato
Comentarios
Una respuesta a «José Luis Abraham López: «Elogio de la rutina»»
¡Extraordinario artículo, José Luis! Siempre es una gozada leerte. ¡Felicidades!