Lo reconozco, siempre he sentido una especial debilidad por Jérez del Marquesado. Por uno de los pueblos vecinos del lugar en que nací. Siempre me han causado admiración: su emplazamiento serrano, el esmerado cuidado de sus calles y plazas, su afamada y populosa feria ganadera de antaño, sus gentes nobles y acogedoras y la pasión colectiva que despliegan con la llegada de los primeros días de septiembre; en los que destacan sus reconocidos encierros de reses bravas. Pero, sobre todo, me cautiva la presencia y el arrullo continuo de sus arroyos, acequias y brazales. Es decir, la visión de los generosos caudales provenientes de las nieves perpetuas de Sierra Nevada. Unas corrientes de agua que durante todo el año fertilizan ampliamente sus tierras y las de varios pueblos comarcanos.
El fin de semana pasado, coincidiendo con el puente de los Santos y la obligada visita a los cementerios, me desplacé hasta mi pueblo natal: Cogollos. Tras el cálido reencuentro con el añorado espacio en el que se quedaron atrapadas mis emociones y sentimientos más profundos, no pude resistirme a realizar una visita al municipio limítrofe. En esta ocasión lo hacía atraído por el inigualable reclamo de su entorno natural y paisajístico en plena época otoñal.
El pasado año por estas mismas fechas nos deteníamos en el ya emblemático bosque encantado de la Dehesa del Camarate, en Lugros. En esta ocasión, y continuando con nuestro recorrido por la cara norte de Sierra Nevada, les invito nuevamente a acompañarme hasta Jérez del Marquesado. Nos espera la contemplación de la impresionante gama cromática que la naturaleza nos regala a doquier por estas fechas. Podrán disfrutar –aunque solo sea por una horas, como me ocurrió a mí– del llamativo paisaje que la estación nos ofrece por todos sus contornos. Con unos bosques de hoja caduca (castaños, fresnos, morales, álamos, serbales,…) desplegando toda una variedad infinita de colores ocres, rojos y amarillos, así como de su rico contraste con las gamas del verde de los pinos y otras plantas que cubren sus lomas. Toda una espectacular panorámica, con los árboles desprendiéndose de sus hojas ante la llegada del frío, que, sin duda, nos inundará de un profundo goce. En las pinceladas de este cuadro solo faltó en el horizonte el blanco reluciente y puro de las altas cumbres; pues, las primeras nieves caídas hace bien poco no han sido suficientes para enmarcar toda la belleza que albergan estos queridos parajes. Pero, aún así, toda una maravilla para los sentidos.
La primera vez que tuve oportunidad de descubrir parte de los secretos que ocultaba tan peculiar entorno será cuando, como todos los niños y niñas de la comarca, fui a realizar los últimos cursos de la EGB (6º, 7º y 8º) al colegio de Jérez. Una experiencia educativa trascendental en nuestras vidas y de la que hoy me gustaría destacar que la autoría de la magnífica imagen que encabeza este artículo es de un compañero de esos ya lejanos tiempos de estudios, de mi amigo Pepe Espinosa Hernández. Las niñas, tal como se puede apreciar en la fotografía del colegio (de solo unos pocos años antes), asistían a otras aulas y, por supuesto, estaban en otro patio; existía la segregación por sexos. Esa pretendida separación de los niños y las niñas, tan retrógrada como injustificable, que algunos apuestan por seguir manteniendo en nuestros días y, además, recibiendo financiación pública.
Efectivamente, y volviendo al tema que nos ocupa, la exuberante vegetación de las coloridas riberas que entonces descubríamos en nuestros juegos, en las furtivas recolecciones de castañas o en las exploraciones varias, no serían posibles sin la existencia de unos generosos recursos hidráulicos. Para ello, nuestro pueblo dispone principalmente de dos pequeños ríos. Dos arroyos, el Alcázar y el Alhorí, que, naciendo en las altas cumbres, discurrirán entre suaves barrancos y se aproximarán sigilosos al núcleo de la población, hasta fundir sus aguas en uno solo –que, después de unirse al de Lanteira, formarán el río Verde o río Guadix–. Ensimismado entre la quietud del momento y el sonido del agua me acordé de los antiguos conflictos mantenidos entre Cogollos y Jérez durante casi toda la Edad Moderna. Y es que mis pasos me habían conducido, sin ningún esfuerzo, hasta el frondoso cauce del río Alhorí.
Unos continuos pleitos y litigios en los que cada parte contará con sus respectivos valedores: los monjes del Parral de Segovia para unos y los duques del Infantado, para otros. Unas cuestiones de aguas que, como fuente de vida, suponían toda una necesidad vital para cada una de las partes. Como ya saben, mis paisanos necesitarán demostrar, incluso echando manos de la transcripción de “escrituras arábigas de tiempos inmemoriales”, la antiquísima posesión que venían disfrutando. Unos derechos que la Real Chancillería granadina dirimirá, a lo largo de los años, en numerosas sentencias y en las que, de algún modo, garantizará a Cogollos la parte del agua del arroyo que se carga en la acequia desde la presa del Rincón, pero, solo “desde ponerse el sol hasta otro día que nazca”. Es decir, solo durante la noche; las horas del día quedarían por entero para el pueblo situado más en la cabecera.
Esas mismas disputadas aguas que desde siempre han venido saciando la sed eterna de nuestros campos, desde finales del siglo XIX pasarán a posibilitar también el desarrollo de la industria minera en nuestra comarca. En los dos arroyos principales se instalarán, además de los numerosos molinos harineros, hasta seis novedosas centrales hidroeléctricas. Todas ellas ligadas a la extracción del mineral de hierro de las minas de Alquife. Un aprovechamiento que se conseguirá derivando un parte del caudal, hasta crear un salto conveniente –a través de gigantescas tuberías– que, en su caída permitirá mover eficazmente las grandes turbinas, el giro de sus generadores y la producción de la ansiada energía eléctrica–. Todo un referente patrimonial digno de ser conocido y conservado.
No dejaré de mencionar, por ello, el novedoso proyecto que, según he podido saber, el Ayuntamiento de Jérez del Marquesado ultima para promocionar su más que privilegiado entorno y patrimonio cultural. La creación de un sendero de pequeño recorrido (de unos 17 km) que, en recorrido circular, permitirá unir y recorrer las antiguas centrales hidroeléctricas levantadas en sus dos barrancos principales; la “Ruta de los Canales”. Una ruta destinada, por supuesto, al uso deportivo y a la recuperación de su pasado industrial. Todo un testimonio que no debiera ser ajeno para cualquier habitante de la comarca, ni de la provincia. Yo esperaré impaciente para disfrutarlo en cuanto pueda.
En resumen, unos días de asueto que han permitido unir el merecido tributo a nuestros seres queridos ya ausentes, el reencuentro con la mágica estación del otoño entre castaños y nogales centenarios y, por supuesto, de claro homenaje al paisaje del agua; a ese elemento fundamental que todo lo vivifica y vigoriza. Tan valiosa que no nos es preciso conocer su cotización en la bolsa de Nueva York para darnos cuenta de su importancia. Ya somos conscientes de que es un bien limitado y finito; su falta y los periodos de sequía así nos lo atestiguan.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,
‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro
‘Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)