Tengo el presentimiento –dejadme que lo adjetive como “maldito”–, como si fuese parte de mi “pensamiento intuitivo”, girando entorno a que lo que mantenía años atrás sobre los periodistas, intelectuales y escritores británicos que vivieron directamente la Guerra Civil: mantenía que aquellos testigos de la contienda, en un principio y en términos conclusivos, buscaban reflexiones y materias capaces de aportar posibles visiones de entendimiento al drama español.
Es bien cierto que, más adelante, el panorama cambió radicalmente: el encubrimiento de las atrocidades y la violencia perpetradas durante la contienda, al atentar contra todo derecho, supuso la creación de una pantalla de feroz censura para impedir cualquier intento de desvelar la verdad de lo que estaba ocurriendo: se desarrolló una política de frontal rechazo o limitaciones fundada en la inhabilitación para investigar los problemas, que ya “sólo concernían a España y que sólo los entendían los españoles”.
Pues bien, aquella “corazonada” de entonces –y sin comparar, de forma alguna, unas “tesituras” con otras– se está revolviendo en mi alma al conocer, y sufrir, el proceder que están desarrollando a día de hoy algunos de nuestros políticos electos, especialmente sobre el futuro inmediato y el que nos espera a más largo plazo.
Creo que nadie puede dudar, si es que tiene dignidad y vergüenza, el ocultamiento que se nos está haciendo sobre las causas que nos están llevando a un camino sin asfaltar –económica y socialmente–, y sobre las decisiones “partidistas” que, al respecto, se están tomando.
Parece como si aquel astuto y viejo “sistema de circo y toros” –de pan, entonces y ahora, poco– se estuviese volviendo a poner de moda, como solución para acallar las voces que no resultan convenientes.
Dictaminar, sin análisis justos, es, al menos, reprochable y condenable, sin que exista paliativo alguno para proceder. Y menos aún cuando por ley o decretos “consensuados” se impone a todos aquellos –la mayoría– que no podemos exponer criterio alguno.