Sábado 20 de noviembre. Ideal abre en su portada con la siguiente noticia: “El levante arrasa playa de Poniente”; y la ilustra con una gran imagen. Ya en la página 9 desarrolla ampliamente la información: “(…). Desde hace décadas la playa de Poniente se inunda. Los trasvases de arena para hacer aportaciones en Playa Granada han dejado sin sedimento partes del litoral, creando piscinas cada vez que sube la marea. (…)”. Y ahora la demanda es que se tomen “las medidas correctoras oportunas con un espigón en la Punta del Santo,…”.
Como ese día estamos en Motril decidimos bajar a la playa de Poniente a ver lo que, nos tememos, va a ser un panorama desolador. Y nuestra inquietud aumenta por el camino al encontrar tan grandes charcos que hay que avanzar muy despacio con el coche.
Sin embargo, nada más aparcar en el estacionamiento que se acondicionó hace años junto al paseo, empezamos a ver unas imágenes bellísimas, como no recordamos en ningún momento anterior. Es cierto que el agua ha llegado hasta ese paseo y que algún chiringuito lo divisamos como si se encontrara en una isla; pero ¡qué vistas tan espectaculares! Empezamos a hacer fotos. Desde luego, no parece la playa de Motril ni de ningún sitio “civilizado”, sino un paraje salvaje de alguna isla perdida. A lo sumo, solitarios o a lo lejos, se perciben algunos rasgos de esa “civilización”.
Puesto que no hace mala mañana decidimos dar una vuelta hasta llegar a Playa Granada. La situación, conforme caminamos, se normaliza: entre El Espeto y El Hoyo 19 ya no hay rastro del temporal. Seguimos hasta Villa Astrida, la gran mansión “tropical” de los reyes Balduino y Fabiola, y aquí encontramos una nueva sorpresa: un paseo de madera permite seguir disfrutando de la caminata por el litoral, lo que hasta ahora no era posible a menos que lo hicieras por la propia playa, a ratos arenosa, a ratos de pequeños cantos. Se trata de una obra muy sencilla, que resulta casi efímera, pero que esa mañana nos regala otros paisajes increíbles.
Ambos nos acordamos de aquel lejano día de febrero del 2005 en el que la nieve descendió hasta el mar. Esa imagen insólita nunca se ha ido de nuestras cabezas, pero ahora los dos la evocamos a la vez. Posiblemente por ello decidimos almorzar en Los Moriscos, donde desayunamos aquella gélida mañana, y proseguir luego nuestro camino hasta el último tramo de pista, junto al “hotel de los alemanes”.
La vuelta la hacemos por la misma ruta, aprovechando unos débiles rayos de sol que la tarde nos ofrece. Pero seguimos sacando fotos, como si fuera nuestra primera visita a este rincón del planeta, cuando en realidad hemos vivido muchos años en él. Es que el día está especial. Y la playa especialmente bonita, por lo que al final son casi las seis de la tarde cuando emprendemos el regreso en coche a Granada.
A veces uno viaja a lugares desconocidos, cerca o lejos, y se frustra al no encontrar lo que esperaba. Me ha pasado con frecuencia. Y a veces es el paraje que más conocemos el que nos hechiza con sorprendentes espejismos, como ese sábado ocurrió en Motril. Porque en verano su playa, abarrotada como cualquier otra, resulta difícil de apreciar. En cambio, en noviembre, el temporal nos ofreció una cara muy distinta. Quizás más natural, quizás demasiado bravía. Pero, sobre todo, espléndida.
Aunque hago mal en decirlo aquí —al igual que me pasó este verano con La Caleta—, porque solitaria la costa está mejor. Por eso, señores veraneantes y turistas de España y Europa: ¡vayan a Málaga (y a sus pueblos)! ¡O a Cádiz y Almería! Están mucho más desarrollados y adaptados a sus gustos internacionales. Aquí todo es basto y precario. Déjenlo a los motrileños, a los granadinos y a los salobreñeros, que se conforman con una playa limpia, un rayo de sol, una cerveza Alhambra fresquita y un buen plato de migas. ¡Es tan poco!
Y a los empresarios y autoridades —“más o menos autorizadas”—: NO PRETENDAN PONERLE PUERTAS AL MAR.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)