España es un país que mantiene una curiosa relación con la monarquía desde hace algo más de doscientos años. Todos nuestros reyes conocieron, antes o después, una situación parecida a la que hoy tiene Juan Carlos I: un exilio o destierro, probablemente “dorado” —y no fruto de una persecución—, lejos del país del que ha sido monarca durante casi cuatro décadas.
Empecemos por Carlos IV, tan Borbón como los demás de estas dos centurias. Era hijo de Carlos III aunque, según parece, bastante más inepto. Por eso dejó el gobierno en manos de un valido, Manuel Godoy, que era también “el favorito” de la reina María Luisa de Parma. Corrían los tiempos de las guerras napoleónicas y nuestro país no escapó a las botas de los ejércitos franceses. En marzo de 1808 era evidente que estábamos siendo conquistados por los gabachos, por lo que la familia real española salió de Madrid, hacia el sur, para embarcar con destino a América, donde tenía todavía amplias posesiones y podría estar a salvo mientras el pueblo echaba a los invasores. Pero en Aranjuez, a solo unos cincuenta kilómetros de la capital, el rey Carlos se vio destronado por su hijo Fernando, involucrado en un motín dirigido inicialmente contra Godoy y que concluyó finiquitando el reinado. Empezaba el de Fernando VII y era, exactamente, el 19 de marzo de aquel año 1808.
Carlos, indignado, pidió por carta ayuda a Napoleón, cuyas tropas seguían su avance por nuestros campos y ciudades, y el emperador se ofreció como árbitro de las disputas familiares, para lo cual convocó a ambos reyes a Bayona, en el sur de Francia. Ninguno de los dos intuyó la trampa. Y, ya en Bayona, Napoleón consiguió que el hijo devolviera la corona al padre y que este se la diera a él, que proclamó con ella como nuevo rey de España a su propio hermano, José I. Fueron las vergonzosas “Abdicaciones de Bayona”, no admitidas en ningún momento por las Cortes de Cádiz, que mantuvieron como único y legítimo soberano a Fernando VII.
Ambos monarcas quedaron prisioneros en Francia, si bien en lujosas mansiones propias de reyes. Carlos IV nunca pudo regresar a España, sino que terminó viviendo en el palacio Barberini de Roma, aunque finalmente murió en Nápoles en 1819. Fernando, en cambio, acabó recuperando el trono gracias al Acuerdo de Valençay —por el castillo francés del mismo nombre donde había estado prisionero—, firmado con el emperador el 11 de diciembre de 1813. Su reinado, de casi veinte años desde ese momento, fue el último absolutista de nuestra historia, porque se negó a aceptar la constitución aprobada por las mismas Cortes que lo habían reconocido como rey. Pudo morir en España, pero el que había sido “el Deseado” terminó convertido en “el Felón”, es decir, el traidor, el desleal.
Su hija, Isabel II, que había nacido en el Palacio Real de Madrid en 1830, fue reina desde los tres años, por lo que necesitó la regencia de su madre, María Cristina de Borbón, y luego la del general Espartero. En 1843 es declarada mayor para reinar y asume directamente esa función que, a diferencia de su padre, ya ejerce “limitada” siempre por una constitución.
Pese a este liberalismo, su reinado fue un total desastre: guerras y revoluciones, excesivos cambios de gobierno, escándalos de todo tipo, corrupción,… y unos nuevos protagonistas de la política: los generales y sus constantes pronunciamientos. Por todo ello, en 1868, cuando tenía solo treinta y ocho años de edad, otra revolución (la Gloriosa) le arranca el trono e Isabel huye a Francia con su familia y el príncipe heredero, Alfonso, aún niño (viñeta de la portada). Es acogida por el emperador Napoleón III y la emperatriz Eugenia de Montijo, que era de origen granadino, y se instala, separada de su marido, en el palacio de Castilla de la capital francesa. Isabel pasará allí el resto de su vida —otros treinta y seis años—, viendo reinar en su país a su hijo, Alfonso XII, y a su nieto, Alfonso XIII.
Alfonso XII sufrió el exilio durante su juventud. Tenía diez años cuando partió de España con su madre y diecisiete cuando regresó para ser rey tras el pronunciamiento militar del general Martínez Campos, que trajo su monarquía. Ya no volvería nunca a ser desterrado, porque tuvo el infortunio de morir extremadamente joven, con solo veintisiete años, víctima de la tuberculosis. Contaba ya con dos hijas y la mayor era princesa de Asturias. Pero su esposa, María Cristina de Habsburgo-Lorena, estaba nuevamente embarazada, por lo que se decidió aguardar al parto con la esperanza del nacimiento de un varón que pudiera ser nombrado rey.
Alfonso XIII, por tanto, fue rey desde el mismo día de su nacimiento (en Madrid) el 17 de mayo de 1876; y durante quince años su madre actuó como regente. Al poco del cambio de siglo, en 1902, fue declarado mayor de edad y empezó su reinado personal, aunque con la misma constitución aprobada con su padre, en la que el artículo 52 establecía que tenía el mando supremo del Ejército y de la Armada. El joven monarca va a tomarse muy en serio esta atribución y siempre va a preferir a los militares en vez de a los políticos. Entre ellos se encontraba más cómodo, mientras que de los segundos desconfiaba cada vez más. Hasta que en 1923 aceptó el golpe de estado de otro general “salvapatrias”, Miguel Primo de Rivera, que gobernó mediante una dictadura hasta 1930. Alfonso XIII estaba encantado con “su” Mussolini, como lo presentó en un viaje que ambos hicieron a la Italia fascista al poco del golpe. El caso es que se hizo cómplice del militar, lo que le granjeó la animadversión de la clase política, de la intelectualidad y, en realidad, de gran parte del país.
En 1931, algo más de un año después del fin de la dictadura, cayó la monarquía y se proclamó la II República. El rey partió para el exilio, como antes lo había hecho su abuela, y se instaló finalmente en Roma —que tanto le había gustado en aquel viaje con Primo—, separado de la reina. Cuando empezó la guerra en España se mostró apasionado partidario de los militares rebeldes. Años antes, incluso, había sido padrino de Franco en su boda (a través de la representación de otro general) y ahora hace una cuantiosa donación para el éxito de su causa, que cree que es la restauración de la monarquía. Pero el nuevo amo del país tiene, en verdad, otros planes y lo trata despectivamente. En enero de 1941 Alfonso renunció a los derechos monárquicos en favor de su hijo don Juan y al mes siguiente, con cincuenta y cinco años, falleció en el Gran Hotel de Roma, tras pasar exiliado casi diez.
Su nieto, Juan Carlos I, hijo de don Juan, había nacido en la capital de Italia en 1938 y cuatro años después la familia se traslada a la ciudad suiza de Lausana. Una nueva mudanza, en 1946, los llevó a Estoril, aunque Juan Carlos viviría también poco tiempo en esta freguesia (*) portuguesa: en 1948, tras un acuerdo entre Franco y don Juan, vendría a formarse en España. Era la primera vez, con diez años, que entraba en ella, si bien esa estancia duró solo un curso, porque tuvo que regresar a Estoril por las desavenencias de su padre con el dictador. Y después de otro año allí pudo volver a nuestro país, viniendo con él su hermano menor, Alfonso. Era 1950 y desde entonces la casa familiar en Portugal sería únicamente su lugar de vacaciones.
En 1975 se convirtió en rey por expreso deseo de Franco. Y asumió todos sus poderes hasta que la Constitución de 1978 lo despojó de ellos, porque la nueva monarquía iba a ser parlamentaria; es decir, el parlamento —o Cortes—, como representante de la soberanía del pueblo español, sería el que delegaría todos los poderes del Estado y no el rey.
Pero Juan Carlos I rompió moldes. Había pasado su infancia en el exilio y volvería a él hace casi un año y medio, siendo ya “emérito” y anciano, ante la amenaza que para la institución monárquica, encabezada ahora por su hijo, Felipe VI, suponían sus escándalos de índole sentimental y, sobre todo, de índole económica.
Sin embargo, llegados a este punto, la gran cuestión no es respecto a Juan Carlos I, sino qué depara el futuro al rey Felipe VI.
(*) Feligresía, pedanía o distrito. Estoril es freguesia de Cascais.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)