Una de las cosas que peor puede afectar a nuestra forma de ser –al alma– es la rutina, el acomodo a “lo que hay”, a vivir el día a día sin más expectativas que el ver pasar el tiempo.
Quizá esta situación –según me cuenta un buen amigo psicólogo– tiene una de sus causas principales en la “falta de expectativas de futuro, por quiebra de las mismas”, o, en lo que es lo mismo, en “componendas que eviten cualquier situación de conflicto, bien sea en la pareja o en cualquier otra relación social”.
Así, continúa mi interlocutor, “no hay más solución que enfrentarse a un cambio sincero y cortapisas”, que, según creo entender yo, reorganice nuestras esperanzas anteponiendo a la melancolía un ánimo brioso de vivacidad.
Sí, ya sé que son muchos los problemas que se van acumulando en nuestras “mochilas” particulares y que nos impiden –la mayoría de las veces– actuar con la necesaria reflexión, pero, precisamente es ahí donde hay que ejercer nuestra mayor batalla y, por qué no, nuestra más honrada entrega.
Como en el caso de la defensa a ultranza de los derechos humanos, en el ámbito de lo personal –y en los nexos con los análogos– no hay excusa alguna para sacar adelante esta concordancia.
Permitidme, pues, según lo escrito, que os espolee –que me aguijonee– a tomar este nuevo camino de confianza recíproca, siempre y cuando no nos olvidemos de poner los medios necesarios para que el resultado sea la meta deseada, evitando, de este modo, equivocarnos de senda.
Y todo ello, pienso que de forma infalible, no sólo es aplicable a nuestro estado personal y a nuestras relaciones –como decía anteriormente–, si no que también deberían tenerlo en cuenta todas las instituciones y sus dirigentes que, en la actualidad, gobiernan nuestra existencia, pues, realmente, todos estamos necesitados de una gran cantidad de esperanza en el porvenir.
Leer más artículos
de
Ramón Burgos
Periodista