Daniel Morales Escobar: «El Día Internacional del Migrante»

En el año 2000 la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió proclamar el 18 de diciembre Día Internacional del Migrante, y como tal empezó a celebrarse en el 2001. Se trataba de dar apoyo internacional a una realidad cada vez más extendida, la de la emigración, y casi siempre afectada por una respuesta política y social insuficiente, cuando no vergonzosa, en cuanto al amparo de los derechos humanos de los migrantes.

Pero no quiero entrar en esa cuestión de los derechos desprotegidos ni en una tediosa explicación histórica de cuáles han sido las grandes oleadas migratorias que han afectado a nuestro país, sea como lugar de origen o como meta de destino. Pretendo hacer una visión mucho más personal. Porque, si bien es cierto que tuve la suerte de nacer en una familia no aquejada por esa situación sino, por el contrario, de las que podríamos llamar “granadinas de toda la vida” —¡entiéndase la ironía!—, es verdad también que a lo largo de mi ya larga existencia he tratado con innumerables compañeros, amigos y familiares que sí han tenido, ellos mismos o sus padres, esa durísima experiencia.

Españoles en campos de concentración franceses tras la Guerra Civil. Fuente: ABC.

He conocido a hijos de españoles que emigraron a Francia, Suiza, Alemania, Luxemburgo,… en la década de los sesenta del pasado siglo. A nietos de huidos del franquismo que terminaron asentados en Francia a perpetuidad o, incluso, muriendo en algún campo de concentración alemán durante los años dramáticos de la Segunda Guerra Mundial. Y, ya más recientemente, a jóvenes que desde la anterior crisis económica, la del 2008, buscaron en nuestros vecinos lo que nosotros no les ofrecíamos: un trabajo con unas condiciones y una remuneración dignas. Me consta que algunos se marcharon, hace muy poco, hastiados de su país.

Las circunstancias fueron diferentes: unos se habían ido sin nada, de la noche a la mañana, porque de ello podía depender su vida. Otros, los de los sesenta, huían de la falta de trabajo y del subdesarrollo, lo que les permitía una preparación, aunque fuera solo mental, para hacer frente a lo desconocido. Los últimos en salir lo han hecho con un buen equipaje formativo y con unas garantías legales resultado de esa Unión Europea que llevamos décadas construyendo. Pero el punto de partida ha sido siempre el mismo: el éxodo necesario, nunca realmente voluntario, para alcanzar una vida como la que todos deseamos y a la que todos tenemos derecho. Que nadie se engañe: el que emigra se lanza a ello empujado por la pobreza, la persecución o la falta de oportunidades. Y deja mucho en su tierra: la familia, los amigos, su casa, su pueblo y su ámbito natural, al que seguramente quiere volver lo antes posible ¡si es que es posible!

Emigrantes españoles con sus maletas alineadas. Fuente: IDEAL

Por eso no entiendo la postura xenófoba y racista de los que odian al inmigrante. Parece mentira que en un país que tantas veces ha sufrido la marcha de compatriotas a lugares lejanos se defiendan posturas tan hostiles a los que vienen buscando lo que nosotros numerosas veces hemos tenido que buscar. Y no me sirve el argumento, falaz, de que en nuestro caso íbamos con papeles mientras que los que vienen lo hacen sin ellos. Primero porque no siempre fue así. Segundo, y sobre todo, porque en la huida no se entiende de papeles, sino solo de salvar la vida amenazada por la persecución, la guerra o la pobreza.

Por otro lado, recuerdo cuál fue mi primer conocimiento de la inmigración. En el bloque de pisos en el que pasé mi infancia y juventud había, en el primero, una pensión modesta con numerosas habitaciones. Tenía por nombre el apellido de su propietario y llegó un momento en que sus hospedados empezaron a ser solo personas de color que a todas horas entraban y salían por el portal cargados con los bártulos para montar puestos de venta callejeros. Cada vez parecían más, porque siempre te encontrabas con alguien que llegaba o que abandonaba el edificio en ese momento. Empezamos a preguntarnos cuántos se alojarían en cada habitación y a temer que fueran muchos más de los recomendables para todos y de los legalmente permitidos al establecimiento. Nos preocupaba, también, que en el patio comunitario al que se accedía desde la pensión se veían, conforme pasaba el tiempo, más bombonas de butano, lo que relacionábamos con el penetrante olor a comida que constantemente había en esa planta ya que, además, las puertas de la pensión estaban siempre abiertas.

Hasta que un día sucedió lo previsible: un incendio en su interior obligó a actuar a los bomberos, que lo apagaron sin víctimas pero atestiguando lo que allí ocurría: un inhumano exceso de alojados por habitación y hornillas de gas en cada una de ellas para que sus inquilinos pudieran cocinar, pero sin cumplir las más mínimas condiciones de higiene y seguridad.

Ese día del incendio la pensión cerró sus puertas —o fueron los bomberos los que las cerraron—. Pero nunca he sabido si su propietario se sentó ante la justicia. Porque estaba claro que él era el único responsable de lo ocurrido. Había querido obtener un beneficio desmedido y criminal abusando de sus infortunados huéspedes, que solo trataban de sobrevivir y, muy posiblemente, de ahorrar para sus familias.

Migrantes en la frontera de Bielorrusia con Polonia. Fuente: ABC, año 2021.

Desde luego, yo aprendí bien quién era el culpable. Y era mi compatriota, mi conciudadano, ¡mi vecino!, que se había lucrado aprovechando el desamparo de sus hospedados. Y aún hoy, muchos años después, me entero de situaciones que me recuerdan a aquella “extraña” pensión de mi juventud en la que un señor de apellido López, García, Pérez o cualquier otro de rancio españolismo se aprovechaba de manera inmoral y delictiva de los que solo buscaban en nuestro país una oportunidad para vivir.

 

 

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Daniel Morales Escobar,

Profesor de Historia en el IES Padre Manjón

y autor del libro  ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)

 

Daniel Morales Escobar

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