Tradicionalmente, en los países de largo pasado cristiano, cada 25 de diciembre se conmemora el nacimiento de Jesús de Nazaret. Sin embargo, no fue así en los primeros siglos. Es el pontífice Julio I, en el año 335, el que sugiere ese día como el de la llegada al mundo de Jesús. Estamos todavía en los lejanos tiempos del Imperio Romano, que ni siquiera es aún un imperio solamente cristiano.
Desde entonces, aunque parece que en esa fecha no ha podido ocurrir ninguna otra cosa importante, la realidad ha sido muy diferente: el día de Navidad ha estado, como tantos otros del año, lleno de acontecimientos históricos trascendentales.
Veamos qué sucedió el 25 de diciembre del año 800, en plena Edad Media.
En ese momento un nuevo papa, León III, coronó emperador en la primitiva basílica de San Pedro de Roma al que ya era rey de los francos, Carlomagno. De esta forma, el más prestigioso título de la Antigüedad, ostentado desde la caída del Imperio Romano de Occidente —en el s. V— solo por los soberanos del Imperio Bizantino —o Imperio Romano de Oriente—, volvía al oeste del viejo continente, a sus tierras más atlánticas.
La cuestión tenía su simbolismo y su importancia: los francos, liderados en el siglo VIII por la dinastía carolingia, habían sido capaces de reconstruir una gran unidad en esta parte de Europa después de la fragmentación propiciada por los múltiples pueblos “bárbaros”, que habían enterrado el imperio de los romanos. Esa unidad se extendía por regiones de las actuales Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica,…, y España —la Marca Hispánica—; es decir, solo por su gran extensión, merecía ser llamada “imperio”. A ello se añadía el buen entendimiento entre el rey y el papa, lo que facilitó que este último, arrogándose el papel de máximo vicario de Dios en la tierra, dispusiera la coronación de Carlomagno como emperador:
iExaudi Christe! ¡Karolo piisimo Augusto a Deo coronato magno et pacifico imperatori vita et victoria!
¡Escuchar a Cristo! ¡A Carlos, piadoso Augusto, por Dios coronado grande y pacífico emperador, vida y victoria!
(Liber Pontificalis, XCVIII, 23-24)
Tan alta dignidad no duró mucho entre sus herederos. Solo su hijo Ludovico Pío —Luis el Piadoso— mantuvo la unidad del imperio, pero no así sus nietos Carlos el Calvo, Luis el Germánico y Lotario, que en el año 843 llegaron a un acuerdo de división en la ciudad de Verdún. Carlos mantuvo las regiones francas más occidentales, Luis las más orientales y Lotario, además del título imperial, una franja estrecha y prolongada de tierras intermedias, a lo largo del Rin, desde el Mar del Norte hasta la Italia septentrional. Y en estas nuevas circunstancias, tan opuestas a las que habían llevado a la coronación del año 800, hasta el título acabaría desapareciendo.
Casi un siglo más tarde (en el 936), en el reino iniciado por Luis el Germánico, era elegido rey Otón I el Grande, que ya no pertenecía a la dinastía carolingia. Pese a ello, no dudó en considerarse sucesor de Carlomagno y en el 962 adoptó, como tal, el título de emperador tras ser coronado en Roma. Aunque, en realidad, nacía un nuevo imperio, conocido como el Sacro Imperio Romano Germánico y que fue, hasta el año 1806, el primer Imperio Alemán (o I Reich). Incluso, a lo largo de su dilatada existencia, hubo otro emperador, en el siglo XVI, que fue también rey de Castilla y Aragón: Carlos V —o Carlos I—, fuertemente vinculado a nuestra ciudad, donde se inició, para él, la construcción de un palacio en la Alhambra.
Pero si el título imperial se recuperó pronto —como acabamos de ver—, no pasó lo mismo con la unidad lograda por Carlomagno. Al igual que en las regiones orientales de su imperio nació Alemania, en las más occidentales surgió Francia, mientras que Holanda, Bélgica,… e Italia lo hicieron en esa tierra intermedia que había correspondido a Lotario. Es decir, frente a la unión conseguida en Occidente por los carolingios, pronto se impusieron los nuevos reinos, que terminarían siendo las actuales naciones.
A comienzos del siglo XIX un nuevo emperador, Napoleón I Bonaparte, intentó conseguir otra vez una unidad en Europa, ahora en torno a Francia. Pero fracasó porque, pese a hacerlo supuestamente inspirado en las novedosas ideas de la Ilustración, su método fue el mismo de siempre, la conquista, lo que suponía una flagrante contradicción.
Solo en el siglo XX, tras las dos tremendas guerras mundiales, que fueron también guerras entre Francia y Alemania, la vieja Europa de Carlomagno vería un renacimiento. Fue en 1957, cuando seis estados cuyos suelos habían formado parte de las tierras carolingias firmaron en Roma un tratado que daba nacimiento a la Comunidad Económica Europea, transformada después, con más países, en la actual Unión Europea.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)