De igual modo sucede en los gobiernos de coalición, en las asociaciones profesionales, en las comunidades de vecinos, etc.: si para llegar o mantener el poder, el líder elegido –o impuesto– ha tenido que pactar determinadas condiciones –ajenas, incluso, a sus propias creencias–, a veces entiende que debe recurrir al silencio cómplice, la declaración torticera o la pataleta interna que nunca conlleva la dimisión del discrepante de la otra facción integrada, sino más bien, en castellano, “una bajada de pantalones”.
Estoy seguro que la sentencia de Albert Einstein, el conocidísimo físico alemán de origen judío, “La vida es como montar en bicicleta. Para mantener el equilibro hay que seguir pedaleando”, no es aplicable a las antedichas situaciones, pues aunque la persistencia en la investigación sea cualidad imprescindible, la pertinacia en la tozudez –en el empecinamiento, en la porfía– nunca ha sido buena consejera del bien común.
Retorno a algo ya escrito reflexiones atrás: el asunto es que este tipo de “posturas” me hacen pensar en otra pandemia que va a azotar a la humanidad –o que ya nos mortifica desde hace muchos años–: la idiocia; es decir, el “Trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida” (RAE). Aunque, y es más, según otros autores, este desorden psíquico hace que al sujeto afectado “le resulta imposible aprender el lenguaje y establecer pautas de autocuidado” (cun.es)… Y es que a estas personas también les resulta imposible cuidar a los demás… Y no penséis que me refiero sólo a los enfermos, sino que mi cavilación va dirigida a los que, sanos de cuerpo y mente, han elegido el camino del fraude, del dolo o de la falsedad, ocultando sus verdaderas intenciones en las debilidades de los demás o, lo que es peor aún, del sistema democrático que nos hemos otorgado.
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de
Ramón Burgos
Periodista