José Vaquero Sánchez: «Un paciente especial»

Relato, en el que se mezclan realidad y ficción,

escrito como homenaje de gratitud y amor a mi maestro.

Soy médico intensivista en la UCI de un hospital. Esta mañana, he salido de mi casa para ir al trabajo. Parece que un huracán ha arrasado la ciudad. Está desierta. Todos sus ciudadanos están encerrados en sus casas. No hay viandantes ni vehículos. Las autoridades han decretado un confinamiento total para evitar los contagios. Una pandemia asola el mundo y nuestro país está especialmente afectado. Un virus altamente infeccioso está haciendo estragos, causando muertes en todos los sectores de la población, especialmente en los ancianos. Algunos compañeros míos también han caído, pero ello no es óbice para seguir luchando. Los enfermos permanecen aislados y no pueden recibir visitas, sólo tienen nuestro consuelo. Las funerarias no dan abasto y los muertos, que se cuentan por miles, no pueden ser velados ni enterrados dignamente por sus seres queridos. Es una pesadilla hecha realidad. Pero en medio de tanto sufrimiento, a veces se abre una puerta a la esperanza, como prueba el hecho que les voy a relatar:

Ese día, mi jornada en el hospital fue intensa y agotadora. La UCI estaba colapsada. Continuamente pasaban enfermos a ella. Algunos, en estado crítico, se nos iban, pero otros salían adelante. Entre estos últimos, un hombre mayor, decrépito y casi moribundo. Juraría haberlo visto antes, pero estaba tan deteriorado que no lo reconocí. Su estado era de extrema gravedad. El cruel virus le había provocado una neumonía bilateral aguda que lo asfixiaba. Tenía que actuar con prontitud. Inmediatamente le hice una traqueotomía, le coloqué un respirador y le administré unos antibióticos por vía venosa para combatir la infección. Mi actuación le salvó la vida. A los pocos días estaba mejor. Uno de ellos, me acerqué a su cama a ver como seguía. Al bajarme la mascarilla para secar el sudor de mi cara, él me miró y me dijo: -No te acuerdas cuando, con acento severo, te corregía, clamando: ¡Cuántas veces te he dicho que tengas cuidado con las tildes y los acentos! No daba crédito, ¡Era mi maestro!, aquel que me había enseñado a leer, escribir, pensar y amar.

Me había identificado, lo que yo no había hecho con él. Lo miré con una mezcla de alegría, ternura y compasión, le cogí la mano e hice el gesto de abrazarlo, ya que el extremo contagio del virus me impedía hacerlo, como hubiera pretendido. Embargado por la emoción, unas lágrimas brotaron de mis ojos y corrieron por mis mejillas. Luego hablamos largo y tendido de todo lo divino y lo humano. Cuando terminé mi trabajo y regresé a casa, recordé con mucho cariño sus enseñanzas. Mi maestro puso una escuela privada, habilitando para ello algunas dependencias de su propia casa en el pueblo. Y lo hizo para poder subsistir, pues fue uno de los docentes depurados por el régimen franquista cuando acabó la guerra civil. Su vocación pudo más que el castigo al que lo habían condenado. En las clases de su colegio, pobladas por alumnos de distintas edades y clases sociales, él lo hacía todo. Su trabajo agotador acababa, algunos días, muy avanzada la noche, pues también daba clase a los adultos. Aplicando los postulados de la Institución Libre de Enseñanza, con su empeño y esfuerzo, no solo nos preparó dándonos una sólida formación, sino que supo orientarnos para que cada uno encontrase, potenciase y desarrollase lo mejor que llevaba dentro. Con él aprendimos a valorar cualidades como bondad, sabiduría, perseverancia, honestidad y fidelidad a unos ideales.

Nunca olvidaré el día previo a su jubilación. Estábamos sentados, cada cual, en su pupitre, esperando su llegada. Esa mañana entró en clase y nos dijo que solo íbamos a comentar un texto que iba a escribir en la pizarra. Después de hacerlo, nos aclaró que aquella era la única herencia que recibiríamos de él. No un legado patrimonial, porque no lo tenía, sino una rica donación espiritual. El escrito constaba de un conjunto de máximas que revelaban su concepto de la educación y que podría sintetizarse en tres palabras: dar, aprender y amar.

Durante todo el día, los alumnos mayores estuvimos comentando aquellas sentencias con él. No nos costó ningún trabajo interiorizarlas, pues las había llevado a la práctica con su vida. El maestro lo sabía. Y la semilla que sembró en nosotros llegó a dar sus frutos. Muchos de sus alumnos, entre los que me encuentro, son hoy destacados profesionales en diversos campos del saber, además de ser excelentes personas. Nunca me imaginé que, a la vuelta de los años, le salvaría la vida. Y me siento orgulloso de ello. Durante los días siguientes a su alta, iba a visitarlo al pueblo para vigilar su tratamiento, pues la enfermedad le había dejado graves secuelas neurológicas y fisiológicas. Desgraciadamente, su estado fue empeorando poco a poco hasta que falleció. Asistí a su funeral y posterior entierro. Tras salir llorando del cementerio, y mientras regresaba a casa, pensé para mis adentros: ¡Qué suerte haber tenido un maestro como él!

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 JOSÉ VAQUERO SÁNCHEZ,

docente jubilado

 

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