Acaba de anochecer y la gente pasa de largo, se diría que con cierta indolencia, por las calles de la ruidosa ciudad mientras un mendigo observa callado en su rincón. Unas cuantas bolsas de plástico, ennegrecidas por el continuo trasiego, componen todo su hatillo. Sin embargo, a nadie parece importarle la suerte que pueda correr este pobre hombre, en medio de la intemperie y durmiendo al raso con unas temperaturas por debajo de cero grados.
El mendigo tiene la tez morena y los ojos apagados, se cubre la cabeza con un gorro de lana y, para protegerse del frío, se arropa con un par de mantas. Andará cerca de los sesenta años pero se le ve envejecido, debido a que duerme poco y mal, y de alimentarse a base de fiambre. El vagabundo, cuando el día comienza a clarear, se pone a doblar las mantas, se coloca una arrugada chaqueta de color oscuro y luego recoge los avíos, con el mismo afán que si tuviera que marcharse al tajo. Poco después se traslada a una calle más arriba, donde pone su silla plegable y el tenderete de bolsas al lado de un semáforo. El pedigüeño, sin embargo, se distrae viendo pasar la primera oleada de peatones, mientras piensa: Estos ‘currelantes’ no dan ni los buenos días. Son oficinistas, funcionarios, obreros, estudiantes y amas de casa que por lo general van con la hora bastante ajustada. Más tarde, sobre las diez de la mañana, los comercios abren sus puertas y las calles comienzan a animarse. La gente ahora no lleva tanta prisa y es más desprendida. ¡Una limosnica, mujer”, le dice, poniendo la mano, a una vieja que acaba de oír misa en una iglesia cercana. Luego, a media mañana, y siempre con el cigarro en la boca, se arranca a cantar para animar el patio. Entonces los viandantes se paran un momento a escuchar al mendigo cantaor y puede que a alguno le entre el sentimiento.
En estos días desapacibles de invierno, cuando llega la noche, para el mendigo es lo mismo que si hubieran tocado retreta. Hace como que entorna los ojos y, asomando el gorro y las orejas por encima de las mantas, se arrebuja en su rincón para resguardarse del aire serrano y gélido, que pasa de largo, calle arriba, en dirección al Camino de la Redonda, extendiendo sin compasión su frío manto por los barrios de la ciudad y cebándose con los más necesitados. En esa inmensa soledad del vagabundo, las noches transcurren en duermevela, entre fantasmas imaginarios y recuerdos traidores, pero con la claridad del día se van difuminando todas sus pesadillas. Hace unas cuantas noches fui a darle unas monedas, y el tío José –que así se llama– me dice: Mira, hombre, a ver si me puedes hacer el favor de traerme este botecico, lleno de leche caliente, del bar que hay doblando aquella esquina. Es que yo no puedo moverme porque tengo esta pierna mala. ¿Sabes lo que te digo? Toma, aquí están las doscientas pesetas que vale la leche. Como me hablaba con aquella confianza y esa manera que tiene de decirte las cosas, yo me sentí como un niño dispuesto a ir adonde hiciera falta. Al dueño del bar le pregunté qué le había pasado al mendigo: Dicen que estaba trabajando en una obra y un compañero suyo se mató a sus pies. Desde entonces se volvió loco. ¿Qué dónde duerme? Pues sentado en la silla, donde mismo te lo has encontrado. Me confirmó que el mendigo apenas puede mover la pierna y, frotando los dedos de la mano, me dice: Y su familia tiene mucho de esto. Cuando le llevo el bote, con su medio litro de leche caliente, el tío José no cabe de contento: ¡Que Dios te lo pague, hombre! Intenté decirle algo, pero él me hacía señas con la mano y me respondía siempre lo mismo: Verás, es que no oigo nada…
Recientemente, unos vecinos recogieron firmas para que las autoridades se lo llevaran a un centro asistencial. Alegaban, en su descargo de conciencia, que su falta de higiene es bochornosa y que el principal interés de ellos es que este anciano viva una vida mejor en un centro adecuado. Por eso, no quieren que se les tache de crueles al pretender expulsar al mendigo. Lo cierto es que lo acusaron hasta de hurgarse en la nariz y los firmantes no pararon hasta echar de la garita al tío José, el cual tuvo que coger los arreos y buscarse otro rincón donde pasar la noche. Al parecer, el mendigo causaba mala impresión en la calle y esto se ve que debía estropearle el negocio a los tenderos. Por eso, cada vez que veo al tío José con las mantas por encima de los hombros, entretenido con el cordel de alguna talega, el chuzo siempre a mano y su inexpresiva cara que lo dice todo, me pregunto si todavía quedará por ahí algún rescoldo de misericordia. Su silueta gris es un icono de otra época que le ha salido a la calle Alhamar, pero que ya forma parte de su paisaje y de su leyenda, porque nunca antes fue tan famoso un mendigo liado en un par de mantas viejas. Y sin embargo, su imagen encorvada y humillada refleja la miseria, la insolidaridad y, sobre todo, esa estación de destino en la que nadie quiere apearse.
En ‘rialidá’, si usted se fija bien, más que cantar parece que está balando como una oveja descarriada, me decía un jubilado que pasaba por allí. Y otro hombre, que estaba al lado, sentenció: Con estas temperaturas, este pobretico no llegará a la primavera. Fue entonces cuando me dio por pensar que, si el tío José, el mendigo cantaor, vendiera iguales, cantaría como nadie los números de la suerte: ¡Vamos, señores, que tengo el gordo para hoy! Y entonces nadie intentaría echarlo de la esquina, porque ya la tendría en propiedad, y cuando alguien le recordara el favor que le hicieron los firmantes, el tío José, con la miaja de felicidad que dan los cupones, les espetaría: ¡Que se ‘joan’!
Publicado en Ideal, el 6 de febrero de 2001
Posdata: Unos meses después se llevaron al mendigo al Hospital Clínico, pues ya no se podía mover a causa de la pierna. Según me confirmaron, el tío José falleció al poco tiempo en el hospital pues se encontraba bastante mal de salud. Durante el día pedía en la esquina de la calle Alhamar, al lado de la farmacia. Por la noche dormía en la calle de las Flores, en un rincón, al lado de una tienda de animales.
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