“La alianza en los momentos difíciles es el mejor sistema de trabajo” (Francisco Cuenca): la frase, con un sentido de indudablemente sentencia y mejor intención, creo haberla transcrito fielmente de lo escuchado en una emisora de radio.
En razón a ello –si mis oídos no me han llevado al equivoco–, hoy tengo la impresión que a varios de nuestros munícipes les vendría bien este recordatorio muy similar a las enseñanzas que yo, y algunos otros, recibimos en nuestra educación colegial: los paños de lágrimas no enjugan la realidad; especialmente aquellos que son usados por los que ya no tocan poder o a los que pactan desesperadamente para alcanzarlo, pues los resultados aciagos de tales “brujerías” –se me ocurren muchas otras maneras de definirlas– están ya demasiado presentes en nuestro día a día.
Y es que no puedo apartar de mi cabeza –y, aunque ya lo he dicho, por eso lo repito– la sensación de una necesidad perentoria, apremiante e improrrogable, al menos en este ámbito (mantengo que en todos): el trabajo y las ocupaciones tienen que ser diarias y corresponder de modo unívoco a la exactitud; sin dejarse llevar por los consejos interesados de aquellos adláteres que anteponen su supervivencia al bien común.
La ciudad necesita más que nunca respirar oxígeno puro, establecerse definitivamente en la convivencia y, por tanto, en el respeto a lo que tiene el carácter de inviolable, sabiendo –con certeza absoluta– que el fin (los fines) propuesto no se alcanza sino con la labor constante y la entrega total sin barreras ni cordones que impidan el paso firme de la libertad y el bienestar de todos los que la amamos.
Ah, por cierto –para evitar malos entendidos–, no quiero dejar de deciros que la primera definición que el Diccionario (RAE) da al término munícipe es “vecino de un municipio”; y la segunda, “concejal”.
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de
Ramón Burgos
Periodista