Erase una vez un pueblo, que hundido en sus tradiciones y costumbres todavía labraba sus campos, sus tierras con yuntas de buenos mulos…¡aaah…! y mulas también las había y también buenas aradoras y animales de tiro.
Al igual que hoy se impone el gasto de gasoil, antaño era este de muy escaso uso, ya que el tiro y trabajo era prestado en el campo por tiro de sangre. Por acémilas, bien cuidadas, alimentadas y domadas a la que les debemos mucho. Eran de mucha estima, en cada casa de labranza la yunta. Hasta el punto de llegar a quererlos, y no solo por su prestancia y ayuda en el trabajo, sino que era tal la compenetración de animal con gañán que el cariño emergía de ambos, humano y animal. Era recíproco.
Hubo etapas, en el correr de los tiempos, que en el campo se respetaba mucho el rango y cargo que los mozos pudieran ostentar en el trabajo. Sobre todo en el ambiente agrícola de los grandes y medianos cortijos, que también en los pueblos, eminentemente agrícolas.
Ese rango era adquirido por el buen desarrollo del trabajo, por sus formas de hacerlo y por su prestación al mismo. Lo que hacía que el mozo adquiriera un cierto liderazgo en su faena, por ello que el dueño, (en Andalucía “el amo”), venía en adjudicar a cada uno para el que estaba mejor dotado. Haciéndole encargado.
No había nombramiento personal, sino que con el paso de los días y desde el primero en que quedó como encargado, si lo hacía bien , toda la cuadrilla, tanto amo como mozos lo aceptaban como tal. Y así se creaba una escala de responsabilidades, no piramidal pero sí muy eficaz para las faenas de labranza. Como cargos, solían existir una escala de ellos, que según lugar y costumbres eran: El amo, que como dueño y señor de la cortijada o finca a labrar, hacía y deshacía dirigía e indicaba las faenas a realizar a los capataces o manijeros que a su vez transmitían a la peonada y ordenaban la forma en que lo habían de trabajar. Le seguían en funciones de seguridad un guarda de campo, los gañanes y pastores, porquerillos y aguadores y un “manitas” que lo dedicaban para hacer todo aquello que se presentara, propio o no del tal empleo. Era, casi siempre equipado con un borrico del que se servía. Estos manitas junto con los “aguaores” solían ser los más jóvenes del grupo y todos los requerían una y mil veces como “niño” al que tenían siempre muy solicitado…-“niño ve a llevar ramales a los segadores. -Niño tráeme el cántaro. -Niño, ve a cortar el agua de la acequia… -pero ¿dónde está el Niño…?” y así todo el día locos les volvían y encima al que más bromas gastaban.
Y así transcurría la vida de los labriegos en los cortijos y fincas, desde muchos años atrás, con costumbres heredadas y con exacto cumplimiento como acto obligado que desde siempre así se había hecho y otra forma para ellos era inconcebible y ni aceptada.
Pero ya se estaban gestando, formas muy distintas que vendrían a cambiarlo todo y a acomodarlo a los tiempos venideros. Por necesidad de adaptación. El campo y costumbres agrícolas con su minifundismo obligado, por las formas de vida en que se movían. Habían de cosechar y recoger un poco de todo, para alimento del personal así como del ganado. Grano del que se sacaban las recias y buenas harinas de antaño y los piensos para los animales de granja, hechos con revueltos de varias semillas que lograban alimento fuerte. Todo habría de cambiar, y las ancestrales costumbres tienen que evolucionar. Pero… ¿Cómo? Nadie lo sabía, solo el tiempo lo diría con su movimiento y avance inexorable.
* * * * * * *
Eran siete. Siete constituían el grupo, hacía tiempo se reunían y del asunto conversaban hasta que llegó un día en que la reunión se celebró con más convicción de todo lo que allí se discutió.
-Entonces… ¿Qué decís del asunto?… Ésto, de esta noche no debe pasar. Tenemos que adoptar postura y resolver el problema que se nos pasa el momento y seguimos igual… y perdiendo el tiempo estamos. Todos prosperan a nuestro alrededor y nosotros haciendo el “panoli” nos quedamos atrás, dijo Teodoro, algo enfadado con los seis restantes. Al oírlo, todos callaron, todos permanecían mudos, pero no era por falta de ganas, que sí las tenían, era por temor a que lo que trataban, en sus campos no sirviera, no les diera resultados y el costo era elevado para los siete agricultores de pocas fuerzas económicas que, temían tirar su escasos ahorros y no conseguir lo que perseguían.
Uno de ellos. Gregorio, muy animado, sacó del bolsillo de su chaqueta unos papeles y sobre la mesa los extendió. En sus páginas venían unos preciosos tractores orugas de cadenas, de bella estampa que a los siete encandiló al verlos y saber lo necesarios que les eran.
–Hoy me los han dado en Colomera que he estado y hablando con unos amigos, uno de ellos me los ha entregado, que está también… como nosotros dudando y temiendo el dineral que cuesta tener que comprarlo.
Dos de los reunidos, Manolito y Antonio, que con sus gafas de lejos quitadas miraba y remiraba el tractor marca Lamborghini de color blanco que en la hoja de aquella revista estaba… Le gustaba y llamando también a Paquillo que cerca de ellos estaba, le pidieron parecer. Éste con un gesto un tanto grotesco como de estar ya cansado de aguantar, les dijo:
-Lo que tenemos que hacer ya, es ¡comprar! y dejarnos de “mascar”.
Lo dijo con voz recia que hizo que cesara la acalorada discusión y todos atendieran lo que decía…. y continuó:
– O mañana avisamos al comercial o yo me voy a retirar de esta agrupación… Se pusieron a cavilar y todos a charlar y de dicha discusión salió aquella noche la compra como resolución, del tractor Lamborghini que así se le conocería y famoso se haría en el pueblo de “Benaluga”.
En unos días llegó, y en el pueblo impactó, en verdad que era bonito con su color todo blanco y con nombre de alta realeza…de la casa LAMBORGHINI, venido de la vecina Italia. Y terminado de descargar, los siete dueños iban detrás admirados y pensativos siguiendo aquel ruido que la máquina formaba al rozar sus fuertes cadenas de oruga con las piedras del empedrado, que no dejaba una si al conductor de aquel bonito tracto se le ocurría girarlo.
Al “Prao de la Yegua” fueron a estrenarlo y cómo marchaba despacio y había poco tráfico por el centro de la carretera que aún no era de asfalto, rodaba. Le seguían los siete dueños, y algunos invitados que querían verlo arar. Manuel, Solana Morón su primer conductor, alias Pilindras, buena persona él, que aquel día, cerca de Mancilla en el “Prao la Yegua”, ante bastante gente estuvo bregando con aquella preciosa máquina que todo lo hacía muy bien, con el legítimo orgullo de su conductor y la alegría de sus siete dueños allí presentes.
Comenzaron a organizar a dónde se iría ya a labrar el flamante Lamborghini. Como quiera que comenzaron a discutir cual sería el primero, uno de ellos cortó y con buen razonamiento y criterio invitó a todos ellos para que esa noche en el bar ante una buena cerveza como celebración, organizarían la forma de empezar a trabajar y con quien. Todos fueron puntuales, a las nueve de la tarde en el bar de Juan Pedro, se vieron los siete, alguno de ellos había estado toda la tarde guardando al cadenas Lamborghini en el lugar donde le habían dejado aparcado, y en donde toda la chavalería pasó a ver el tractor quedando todos encantados de su contemplación.
Ya por la tarde, Manuel su conductor, tras atravesar todo el pueblo y por la calle principal, acompañado de aquel tremendo ruido y chillidos de hierros rozando las piedras del suelo, con el oruga se dirigió a la cochera de de Rafael Romero que tenía cerca de la fuente del Junco, ni que decir tiene que dos centenas de niños y algunos vecinos más, acompañaron aquella ruidosa procesión, todos los habitantes de la ruta que el tractor recorrió, salieron a la puerta a ver pasar aquella máquina que atronaba toda la zona por donde circulaba. La curiosidad se imponía.
Es altamente peculiar comprobar cómo en aquellos tiempos qué poco se necesitaba para pasar una divertida jornada con la cosa más insignificante. Es así mismo singular como era de lo más normal que un tractor oruga circulara por plena calle principal de la villa de Benalúa y nadie dijera ni protestara por nada. La vida era así, venía, pasaba y se iba con la mayor displicencia e indiferencia. La sencillez de sus gentes hacía que cada uno fuera a lo suyo sin importar apenas nada lo que otro pudiera hacer.
Se acordó, en la reunión que, regada fue con cerveza fresca, cómo había de trabajar el tractor y en qué orden lo haría. Fue fácil, para empezar a trabajar. El tractor daría dieciséis horas de trabajo al primero y otras dieciséis al siguiente y así hasta el último volviendo a empezar. En número del orden fue sacado de un sombrero donde pusieron siete papeles con el nombre de los accionistas de dicho grupo agrícola. Uno de los hijos pequeños de un accionista fue el que sacó el primero y miren que el chaval vino a sacar a su padre al cual convirtió en el primero en estrenar las dieciséis horas primeras.
Los primeros días de trabajo al conductor le traían cansado; un grupo de chavales y de mayores y hasta viejos acompañaban al Lamborghini en todas y cada una de las vueltas que en la besana daba arando. Además de la tensa molestia era peligroso. Los días y el tiempo hicieron desgaste de esto. Pero ahora otra comenzaba.
Los señores propietarios del italiano cacharro como quiera que al tractorista habían de pagar sus horas trabajadas, todos y cada uno querían que sus hijos aprendieran a trabajar con el tractor y ahorrarse unas perras. He aquí a Manuel, Solana Morón, alias el Pilindras, convertido en profesor de autoescuela. Esto hizo que aligerara la salida de tal empresa y relevado fue por el hijo mayor de José, alias Saliva, que de sangre le viene al galgo, su padre tractorista fue también.
El amigo José, “Saliva” continuó con las ariegas y los trabajos del mítico tractor, pero sin dejar de enseñar a los hijos de los dueños. Dos extrañas circunstancias se daban en la “cooperativa del tractor”.
Ejemplo de minifundismo
Una, el minifundio de fincas del pueblo juntamente con la forma de dieciséis horas a cada dueño, origina el constante traslado del Lamborghini de tajo, lo que hacía que constantemente éste estuviera recorriendo carriles, levantando carreteras y estorbando en medio de las principales calles de pueblo. Todo se agravó exponencialmente cuando los hijos o yernos de los comunitarios dueños habían aprendido o creían saber manejar nuestro tractor. Había “pique” en las horas, discusiones por doquier y las averías que hacía uno se las querían meter al siguiente en el relevo y el caos se impuso y algo que comenzó bien, dio al traste por culpa de que cada hijo por su padre le fuera impuesto aprender a manejar el desdichado y famoso tractor. Fue estampa, original y muy corriente, ver la máquina casi siempre en la puerta de Juan Manuel, alias “Chiviritor”. A la sazón, único mecánico del lugar hecho a sí mismo como gran autodidacta. No sé si lo arreglaba o no bien, pero sí se sabe con certeza que este oruga fue de Juan Manuel: Escuela.
Cada día disminuían las horas de besana del tractor e iban aumentando las horas aparcado por avería, en la puerta del taller. El tractor Lamborghini, ¡cumplió con su misión!, a mediados de los años sesenta del siglo pasado. Muchas piedras arrancó (Derriscar, quitar derriscas. En Benalúa se les dice “jerriscas”) en sus horas de trabajo. Muchas tierras roturaron y muchos eriales rompió, como barrancos se allanaron y así mismo enseñó a medio manejarlo, a los hijos de los amos. Aparentemente fracasó en su devenir diario pero…,¡No!. Consiguió cambiar el modus operandi de los agricultores del lugar, que aprendieron a trabajar en forma muy distinta a la de antaño y volvieron, de forma individual a comprarse tractor por lo necesario.
Preparados para nuevos y renovados tiempos, en ellos entraron y a partir del tractor oruga modernizaron sus formas y su desarrollo aumentó con el tractor de cadenas Lamborghini,“El italiano” .
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Inspector jubilado Policía Local de Granada
Comentarios
Una respuesta a «Gregorio Martín García: «… Y le llamaban Lamborghini»»
Me ha encantado Papá