Reconozco que mis dos últimos días en el hospital, el jueves 3 y el viernes 4, cuando empezaba a encontrarme mejor, fueron para mí también más distraídos gracias a todo lo que se montó en torno a la reforma laboral que se votaba en el Congreso. Porque desde ese primer día por la mañana empezaba la tragicomedia que se prolongaría, al menos, hasta el siguiente, si bien la secuencia estelar ¡y magnífica! fue la iniciada por la presidenta de la cámara anunciando, titubeante, la derogación de la reforma y acabada con sus señorías de la izquierda celebrando el triunfo gracias al error de un diputado pepero con gastroenteritis.
Qué duda cabe que el día, cogido por unos buenos guionistas, actores y director —o directora—, daría para una esperpéntica o absurda comedia al estilo de Luis García Berlanga, José Luis Cuerda o Pedro Almodóvar. Porque tuvo de todo: intriga desde primera hora, cuando los dos diputados de Unión del Pueblo Navarro anunciaron el malestar con su propio partido pero insinuando —al menos uno de ellos— que acatarían la decisión de su organización; auténtico suspense, terror y ridícula euforia tras las primeras palabras de Batet —no había más que ver las caras del presidente del Gobierno y de sus dos descompuestas vicepresidentas mientras la derecha estallaba alborozada—; pérfida traición, por el voto final no anunciado de los dos diputados navarros y, por último, tras un giro totalmente inesperado del guión, un desenlace feliz aunque, a la vez, lleno de ironía y de lección para el futuro.
Pero dicho esto, no queda más remedio que admitir que todo lo ocurrido, excepto el resultado final, fue una “vergüenza nacional”. Porque el parlamento, una vez más, se distanció de la sociedad civil, que a través de las organizaciones empresariales y de los sindicatos, ya había pactado esa reforma. El martes escuché al exministro Miguel Sebastián decir que los empresarios habían demostrado, en esta cuestión, su sentido de estado. Y solo añado que también los sindicatos. Pero esto significa, inevitablemente, que los que se han opuesto a este pacto carecen de él.
No conozco los términos de la reforma ni falta que hace. Los empresarios y los trabajadores, a través de sus propias asociaciones, sí los conocen y los han querido así. Representan, aunque no sea oficialmente, a la inmensa mayoría de la sociedad. Y teniendo intereses enfrentados han sido capaces de entenderse y llegar a un pacto laboral. Pero ahora llegan los partidos y le ponen pegas, olvidando, por su ignorancia y su falta de honestidad, que los pactos nunca son del gusto total de nadie pero sí del gusto moderado de muchos. Además, los argumentos usados para justificar el voto en contra han sido inmorales: se trataba solo de perjudicar al Gobierno o de hundirlo, dando igual que la reforma fuera o no adecuada y que ya estuviera pactada por los propios afectados, los empresarios y los trabajadores.
Desde luego, los ciudadanos de este país no nos merecemos a esta clase política que nos desdeña, nos perjudica y nos avergüenza. A esta clase política que justifica lo injustificable, se inventa infantiles teorías exculpatorias y que siempre actúa guiada por su propio interés y no el de la mayoría de la población. Hay, incluso, quien llega a la maldad, como los dos navarros, que escondieron taimadamente lo que iban a hacer. Han demostrado su perversión y no merecen representar a nadie, por lo que tendrían que abandonar el Congreso ya.
A todos los que votaron no, olvidándose de los empresarios y los trabajadores, las próximas elecciones deberían darles una buena lección. Y a los que votaron sí, que se situaron junto a la ciudadanía, habría que decirles que los acuerdos no deben ir “pillados con pinzas”, sino que deben contar siempre, de cara a la votación, con un mayor respaldo y no el justo, el escueto, para salir adelante. Errores siempre habrá, al igual que ausencias de diputados y, lamentablemente, también traiciones. Lo sensato es tener esto en cuenta para llegar con holgura al recuento de votos y no pasar minutos ni segundos de infarto como los del día 3 tras el desatino de Batet.
En esta ocasión mi héroe ha sido el diputado Casero. No solo humanizado por su inoportuna gastroenteritis, como puede sucederle a cualquiera, y por su error, lo que también es algo que a todos nos pasa alguna vez, sino, sobre todo, por habernos salvado in extremis de lo siniestro. Por eso, y para darle a este escrito categoría —como hizo Ortega y Gasset terminado con la contundente expresión Delenda est monarchia su célebre “El error Berenguer”—, voy a finalizarlo recordando ¡pomposamente! que ERRARE HUMANUM EST, SED PERSEVERARE DIABOLICUM*.
*Errar es humano, pero perseverar es diabólico.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)