Jamás creí que lo diría y, mucho menos, que lo escribiría –nunca pensé que esta idea pasaría por mi cabeza–; pero os confieso que no paro de “rumiar” –desmenuzar– las escenas de mil y una películas de acción en las que las drogas de la verdad y los lavados de cerebro son partes fundamentales de la trama.
Y esto me sucede, estoy casi seguro, por un viejo empeño de madurez: “la memoria ha de ser corta”, siempre y cuando no olvidemos los errores cometidos para no volver a caer en ellos.
Así, de los distintos tipos de esta capacidad, definidos de mil formas por los especialistas, quiero hoy centrarme en el que lleva el apelativo de “no declarativa”: “Este tipo de memoria se activa de manera automática, como una secuencia de pautas de actuación (procedimiento), ante las demandas de una tarea. (…) de modo que dicha habilidad se lleva a cabo de manera automática” (“Memoria (proceso)”, es.wikipedia.org).
Pero, a estas alturas de la reflexión, quizá os preguntéis –yo también me lo pregunto– ¿a qué viene esta perorata?… Pues bien, todo se reduce a algo que varios de nosotros ya intuimos –nos cuestionamos– cuando la pandemia comenzó a azotarnos en cuerpos y almas: ¿Qué actitudes y formas de convivencia vendrán después?
Y no me refiero sólo a la inhumana guerra –todas lo son–, organizada por un réprobo afán expansionista, que nos está afectando, a todos, cruelmente. Fijaros que también en nuestro diario vivir, en las “pequeñas cosas” de cada día, está amaneciendo de nuevo la insolidaridad: en los enfrentamientos de nuestros representantes; en la organización de cualquier conmemoración; en el trato con nuestros vecinos; en la falta de atención a las demandas más lícitas; y así, un largo etcétera.
¿Estaremos perdiendo el mayor don jamás concedido –luchado– a la humanidad?: el alma de seres inteligentes.
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de
Ramón Burgos
Periodista