Es una de esas ciudades que al final se convierte en algo familiar. Nunca me defraudó de las diferentes ocasiones en que callejeé por sus milenarios empedrados. Pasear por ella es una de esas experiencias que no te cansa aunque, cuando llegas a tus aposentos, caes rendido y, como decía mi padre: para dormir lo que tienes que tener es sueño (también cansancio físico).
En esta ocasión la visita fue más larga, aunque no tanto como cuando la conocí hace un par de décadas, ni tan poco como cuando iba camino de Tashkent que fue un día. En este viaje la perspectiva era adentrarme más en el país, por primera vez dejaba la joya de Bizancio, así que en esta ciudad en dos continentes fueron cuatro días, ya que el programa para las dos semanas estaba centrado en otros puntos del país: tampoco defraudaron.
Se trataba de adentrarme en Capadocia-Anatolia-Costas del Egeo un programa, apretado y ambicioso, a sabiendas de que recorrer Turquía, por su tamaño y su riqueza histórica, requiere mucho más tiempo. Pero bien que valió la pena esa introspección que me permite albergar esperanzas de un retorno para tratar de disfrutar todo lo que el país ofrece al visitante; en muchos casos no ha perdido su autenticidad, algo que he comprobado en esta escapada más larga: en algunos lugares prácticamente no han recibido turismo y eso se nota a medida que vas entrando en áreas más remotas, pero volvamos a la subyugante capital del Bósforo.
Estambul [Bizancio y Constantinopla fueron otros de sus nombres a lo largo de la historia] pronto cumplirá un siglo con ese nombre y a lo largo de milenios fue también la capital de varios imperios, por lo tanto, huellas y monumentos que no dejan indiferente al que llega por primera vez; tampoco extraña que muchos famosos se hayan enamorado de esta tierra y que sea motivo recurrente en el mundo literario o cinematográfico.
Es evidente que a España nos llegan noticias sesgadas de la ciudad, del país, pero su historia, su belleza, la amabilidad de su gente no te deja indiferente. Digamos que la historia está patente en cada una de sus esquinas y que, a pesar de su tamaño, lo más importantes para el viajero está bastante bien concentrado. La ciudad dispone de una buena red de metro, tranvías, autobuses, lanchas o taxis que pueden llevarnos a cualquier rincón de esta gigantesca urbe ¿o debemos decir megalópolis? Que se expande por dos continentes, que sigue creciendo, expansionándose y parece que nunca descansa, camino ya de esa perturbable cifra de treinta millones de habitantes.
Su mastodóntico e impresionante aeropuerto sigue cosechando reconocimientos y está en segunda posición por tráfico de viajeros y atención al usuario a nivel mundial. Eso sí ya está en el norte y el viejo que estaba relativamente cerca y bien comunicado fue reemplazado, según me dijeron, por un gigantesco centro sanitario que aún está por estrenar. Ahora cerca ya del Mar Negro es tan grande que casi estás tanto tiempo rodando en pista hasta llegar a tu aparcamiento definitivo: casi iguala la duración del vuelo; recoger el equipaje en sus kilométricas instalaciones es también otra de las grandes odiseas, así que se haga aconsejable, llegado el caso, solicitar asistencia para que a uno lo lleven tranquilamente en el Buggy o Carrito de golf, grandes carteles indican que ese servicio se presta para los mayores de 65 años, o sea: no hay que estar incapacitado para tener derecho a pedirlo. Aunque algo similar viví por otros lares donde directamente me aplicaban la tarifa de Adulto Mayor. En Punta Arenas, en esa ciudad chilena todavía el conductor cobraba el billete y, además, te daba charla. Menos mal que en la Europa de las Civilizaciones nos hemos creído la milonga y para cualquier cosa tienes que suplicar con mil papelorios cualquier tipo de servicio que tengas derecho por Ley. La milonga puede ser interminable si tienes que vértelas con las dichosas máquinas, no sólo para el Certificado Covid, sino para el Código QR que tienes que tratar de hacerte con él paneas 24 horas antes de iniciar el vuelo.
Seguramente el Gran Bazar, el de las Especias y el Arasta absorberán parte de su tiempo en esta multifacética y colorista ciudad, en esos recintos casi siempre podrás vivir en español algo que será menos habitual cuando ya te adentras en el interior del país. Se trata de lugares de compra y, al mismo tiempo, zonas de ocio. Vaya que uno no se aburrirá fácilmente.
La mejor forma de moverse es con el metro y el tranvía, pero seguramente utilizará otros medios, como las lanchas para ir por el Bósforo o trasladarse a la otra orilla y los taxis que, en comparación con España, son de coste mínimo y si van varias personas los trayectos apenas si superaran el coste de un viaje en autobús por Barcelona. Compartiendo costes, todos salen ganando aunque, a veces, hay gente obtusa que no entienda esa dinámica y prefieran “comida aparte”. Una suerte que el grupo fuera de cuatro viajeros y, además, siempre puntuales.
Hay que tener en cuenta su grandiosidad para invertir nuestro tiempo y disfrutarla; es una ciudad que durante todo el día parece vivir en la calle. Tiene de todo y la vida es un río, no se para, no duerme, siempre activa y, por eso posiblemente, no deje de sorprender, siempre, al visitante.
Si nos tomamos la vida con detenimiento, conocer a fondo, siquiera la parte histórica, puede llevarnos varios meses así que podemos optar por dejarnos llevar e ir descubriéndola, sin obsesionarnos o bien realizar un esbozo de lo que queramos visitar teniendo en cuenta nuestro tiempo y sin desfallecer en la titánica tarea que aparece ante nosotros, sobre todo, si tenemos en cuenta la inmensidad de su legado, su historia, su pasado, presente y futuro.
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Maestro de Primaria, licenciado en Geografía
y estudios de doctorado en Historia de América.
Colaborador regular, desde los años 70, con publicaciones especializadas
del mundo de las comunicaciones y diferentes emisoras de radio internacionales.