Fue la sentencia de una amiga mía que, como comprenderéis y sin lugar a dudas, es cofrade (andaluza) por los cuatro costados: “nuestras calles ya huelen a incienso”; respuesta que recibí cuando, en conversación sobre lo divino y lo humano, me atreví a cuestionar el sentido religioso de determinadas manifestaciones de las hermandades y cofradías de esta tierra, en razón no sólo a las directrices de la Iglesia católica –de la que son parte inseparable–, sino también a su desarrollo y fines en la sociedad en la que se insertan –por decisión propia y libre acatamiento–.
Ni os cuento lo que sucedió cuando mantuve que en la organización de estas asociaciones debe considerarse, también, con carácter importante, su aspecto económico-corporativo, al modo y manera de las empresas consecuentes, que tienen la “Responsabilidad Social Corporativa” como objetivo indisoluble: no depender de donaciones y no moverse por caprichos, ideas de iluminados o proyectos faraónicos que les impidan ser fieles a la realidad en la que se mueven.
Y, al añadir mis dudas sobre el talante democrático (quise decir respeto a los derechos de algunos de sus integrantes, como correspondería a un único espíritu), el papel social que deben ocupar, la relación con las instituciones, los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, la charla se convirtió en un monólogo en el que las dudas sobre mis creencias me fueron espetadas, salvando las distancias, a modo y manera de lo que hiciese Jesús con los fariseos.
Pues bien, finalizada la charla, y sopesando todo lo escuchado, sigo manteniendo –y no es cuestión de soberbia, ni de que se me considere un rancio– que las “cosas” –actitudes, formas, tradiciones, etc.– que funcionan bien no es necesario tocarlas y mucho menos cambiarlas; si acaso, como pasa con la fatiga de los metales, mantener una estrecha vigilancia para que no se produzca una rotura irreparable con consecuencias trágicas… ¡Sin negar, eso sí, la necesaria evolución acorde con los tiempos!
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de
Ramón Burgos
Periodista