Me contaban que en el “traspaso de poderes” en un departamento de una empresa –no me dijeron si era pública o privada–, el nuevo ocupante del despacho entre las primeras demandas que espetó al que dejaba el sitio no fue otra cosa que el listado de teléfonos de “mayor interés”… Y obtuvo respuesta: “aquí la tienes, pero recuerda que el problema no está en llamar, sino en que te cojan la llamada”.
¡Qué lección, inolvidable, de buen hacer, de humildad y de tener los pies en el suelo!
Algo parecido –pienso que muy igual– acaba de recordar a los cristianos el Papa Francisco en su homilía durante el acto de “Consagración de Rusia y Ucrania al Inmaculado Corazón de María”: “Le pedimos al Señor muchas cosas, pero con frecuencia olvidamos pedirle lo más importante, y que Él desea darnos: el Espíritu Santo, la fuerza para amar. (…) Alguien ha dicho que un cristiano sin amor es como una aguja que no cose: punza, hiere, pero si no cose, si no teje y si no une, no sirve”.
Y, en efecto, es que cambiar –adecuar a la realidad actual, si es que ello fuese necesario– las cosas, las empresas, las instituciones o, más aún, a las personas no se consigue con “armas de destrucción”; es decir, con impulsos tiránicos basados en la altivez despótica, en un intento de mantener un “mando” autócrata y opresor.
Tengo para mí –y espero que también sea norma para vosotros– que nuestra “imperfecta democracia” –indudablemente hay que seguir avanzando en muchos de sus contenidos y normas– debe coincidir cada vez más con el ágora griega, donde los temas de discusión y las correspondientes opiniones al respecto podrían ser duraderos hasta que el consenso se elevaba victorioso.
Ahora, pues, mi reflexión no es otra que, si parte de lo antedicho –lo que considero negativo, incluso inhumano– no está arraigando en nuestra sociedad como pauta, patrón o guía del diario quehacer.
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de
Ramón Burgos
Periodista