Hoy quiero afirmar –con todo convencimiento– que no existen las ciudades cainitas, y que este término sólo es aplicable, en singular, a algunos de sus habitantes; aquellos que, olvidando la senda del bien común –y aprovechándose de su prevalencia– anteponen sus intereses particulares a la bonanza social.
Así, fijándome en los últimos acontecimientos acaecidos en nuestra tierra –con especial relevancia en el ámbito político, aunque sin obviar a otros “sectores”–, parece como si estuviesen resucitando en nuestras calles y plazas los miembros de aquella “oscura secta gnóstica, que según los cronistas cristianos Tertuliano e Ireneo existió en el siglo II en el este del Imperio Romano, reverenciaba a los condenados por el dios del Antiguo Testamento, al que consideraban el demonio responsable de separar el principio divino humano del auténtico Dios (muyhistoria.es)”
Pues bien, insisto, aunque siempre defendí, por motivos de salud mental, que, de vez en cuando, había que salir de nuestra urbe para poder valorarla desde la lejanía, el tiempo y las experiencias propias y ajenas me aconsejan añadir algo a este criterio: de lo que hay que separarse lo más a menudo posible –o imposible– es de aquellos que como “(…) los cainitas veneraban a Judas Iscariote, a Eva y muy especialmente a Caín, al que consideraban su líder espiritual, depositario de un saber esotérico y la primera víctima de aquella divinidad «monstruosa» (muyhistoria.es)”.
Quizá no nos demos cuenta –aunque aún estamos a tiempo de hacerlo–: permitir que nuestros ámbitos sean configurados, incluso “apellidados”, por semejantes personajes es un pecado de lesa majestad; es decir, “contra el pueblo o su seguridad”. Ni debemos ni podemos seguir tolerándolo.
Y son ya muchos los casos de “personas de bien” que están sufriendo en sus carnes esta tiranía renovada, quizás –seguro y en parte– por haber confiado sus almas y haciendas a aduladores sin ningún otro valor que la envidia y el desenfreno del vano poder terrenal.
Leer más artículos
de
Ramón Burgos
Periodista