Cuando vives en una comunidad de vecinos, sobre todo si hay un patio central –¡cómo eran aquellas corralas! (ahora vueltas a poner de moda, recreadas, en nuevas construcciones)– el viento puede jugar a favor o en contra tuya: cualquier conversación ‘privada’, y más, en este caso, si es en ‘tono elevado’, no solo puede ser compartida, sino también apostillada, glosada, adicionada, comentada…
Ello, como os decía, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Siempre en razón a los intereses de buena o mala fe de los convecinos. Porque, como en el juego del ‘telegrama’, lo que empieza por ‘a’ suele acabar en ‘z’. Y no creáis que estoy haciendo un símil de determinadas redes sociales –que lo estoy haciendo– o, mejor aún, de su uso indiscriminado por personas ajenas a la verdadera libertad de expresión.
El derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen (Artículo 18, Constitución española, 1978) es –y tiene que seguir siendo– uno de los valores fundamentales e indiscutibles de nuestra sociedad democrática. Lo que está bien no hay que tocarlo; quizás –y sin quizás– si, en buena ley y fe puede ser mejorado.
Os lo repito: no me cabe duda, nuestras ciudades se están llenando de ‘veletas ventoleras’; y no precisamente de las que sirven para indicar la dirección de los aires (algunas de ellas, las originales y las copias, verdaderas obras de arte)…
Escribía San Mateo (6, 22-24): «(…) Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro…». Del mismo modo que no se puede (ni se debe) ‘explotar’ –usufructuar– dos ideas contrapuestas, aunque las cosas vengan mal dadas para una o para otra –excusa inaceptable que vengo escuchando a diario–.
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de
Ramón Burgos
Periodista