Antes de pasar a desgranar los motivos que me traen de vuelta –siquiera de modo ocasional– a las páginas de opinión de IDEAL EN CLASE, vayan por delante dos premisas: en primer lugar, ni estoy, ni se me espera en la campaña electoral andaluza que afronta sus últimos y definitivos momentos. En un segundo punto, decir que, a estas alturas tampoco aspiro a convencer a nadie, sólo a que cada cual decida libremente y vote en consecuencia.
La razón de tal regreso no es otra que la de que, considerándome una persona de izquierdas y progresista, no quiero –ni puedo– permanecer ajeno e impasible ante el actual momento político que se vive en Andalucía. Con unas cruciales y decisivas elecciones, adelantadas (tan estacionalmente “acertadas” como vemos) para el próximo domingo 19 de junio, en las que algunos sesudos opinadores y los grandes medios de comunicación han decidido que ya está todo escrito, que no hay nada que hacer y que la victoria es cosa de la derecha y de la extrema derecha.
Tan preclaras fuentes no nos anunciarán con tanto desparpajo que ese supuesto triunfo vendría a encubrir (en mayor o menor grado) una nueva vuelta al pasado más oscuro de esta tierra; a unos tiempos sórdidos y grises a los que las derechas actuales no tendrían problema en encomendarnos a todos: unas, afanosamente empeñadas en labrarse fama de tolerantes y moderadas, pero, como muy bien sabemos, con sus políticas siempre dispuestas a defender las privatizaciones, los chanchullos y las corruptelas de sus familias y de sus amiguetes; otras, enarbolando sus rancios discursos, tan vacíos de propuestas como cargados de odio, bravuconerías y estridencias. Pero, ambas, no lo olvidemos, siempre al unísono y en beneficio de los más poderosos y de los que más tienen. Las dos juntas y focalizadas en una dictadura franquista que aún les sigue pareciendo tan plácida como recomendable. Especialmente para ellos, claro.
Una añoranza y una defensa de antiguas jerarquías sociales que estos días me han hecho recordar uno de los rasgos más característicos de aquellos tristes años. Seguramente no será el más importante, pero que sí denotaba (en toda su crudeza y realismo) la imposición sobre las voluntades ajenas y el desprecio del otro que practicaban. Todo ello, haciendo patente su cargo, su posición y sus privilegios. Ahí, en ese contexto amplio y diverso, es donde aparecían esos tipos estirados y circunspectos que, a la menor oportunidad y con toda su chulería, te largaban aquello de: ¡Usted no sabe con quién está hablando! Una expresión que segura y lamentablemente alguno de los lectores tuvo oportunidad de escuchar algún día. Yo, al menos, aún la recuerdo. Con ella quedaba zanjaba toda posible discusión; se dejaba meridianamente clara, de manera expeditiva, todo su mando y todo su poder: que podían saltarse las leyes y que disponían de la posibilidad de ejercer impunemente cualquier arbitrariedad que les viniese en gana. ¡Así eran ellos!
Nuestros padres y nuestros abuelos los conocían bien. Por eso, y por muchas razones más, nunca les rieron sus gracias, ni le dieron su confianza, ni les granjearon su apoyo. Ni, menos aún, su voto. Pues, supieron rechazar sabia y educadamente la vieja arrogancia de los caciques, de los señoritos y de los privilegiados de siempre; que es lo que representaban.
Pero, pasaron los años y hoy día sus herederos ideológicos, ya sin tapujos ni desvergüenza alguna, nos vuelven a exhibir sus impúdicos deseos de estar por encima de los demás, de mirarnos por encima del hombro, de hacer todo cuanto les plazca. Así, con renovadas energías, los vemos desplegar toda su astucia, toda su influencia y todo su dinero para falsear la realidad, para anunciar sus triunfos inevitables. Y, sobre todo, tratando de adormecer nuestras conciencias e intentando acrecentar nuestras legitimas dudas y desconfianzas: que no vayamos a votar.
Son todo un peligro social ante el que habría que recordar que ellos no son el pueblo humilde, ni los trabajadores, ni la gente corriente… No lo han sido nunca. Son los que lo tienen todo y los que no quieren contribuir en nada. Son esas minorías organizadas, egoístas y reaccionarias que siguen anquilosadas en sus intereses inconfesables, en sus despreocupadas vidas de fiesta, en sus corridas de toros y en sus monterías. Esos, para los que, como ya hemos podido apreciar, supone toda una temeridad dejar los servicios públicos de Andalucía a su cuidado.
Frente a todo ello, en los próximos comicios autonómicos no estaría de más que les demostrásemos que, aunque les pese, –y aún con sus triquiñuelas legales– nuestro voto tendrá el mismo valor que el suyo. Que, seguimos teniendo muy presentes las palabras del poeta Antonio Machado. Esas en las que nos advertía: “Haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y probablemente contra vosotros”. Que deberían saber que no lograrán, pese a su esfuerzo, que cunda entre nosotros el desánimo ni la resignación. Y, por último, que, más pronto que tarde, quedarán desenmascarados.
No permitamos que sus deseos queden amparados en la fragilidad de nuestra memoria. No permitamos que nos atrapen, de nuevo, en el fango de la desidia y de la desigualdad. No seamos cómplices de la involución que planean para nosotros, para nuestros derechos y para nuestro futuro.
Es un lugar común el hecho de reconocer que los avances sociales no son irreversibles; que el progreso no siempre es una línea recta. No permitamos que las conquistas que el pueblo andaluz arrancó hace ahora precisamente cuarenta años, con las primeras elecciones al Parlamento de Andalucía del año 1982, se las lleven ahora los vientos y el olvido de la historia. Se lo debemos a la memoria de aquellas sufridas generaciones que lo hicieron posible. Por su dignidad y por su coraje en mejorar nuestras condiciones de vida. Porque su esfuerzo no se quede en vano. Por Andalucía.
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