Tomás Moreno Fernández: «Gatos y filósofos, I»

1. Como ya hemos señalado y visto en los artículos anteriores, a los hombres de letras y de poética inspiración, narradores y poetas, les atraen mayormente los gatos. El gato, al que Ramón Gómez de la Serna “emplumó” en una genial greguería (“búho gato emplumado”) —como recuerda el ensayista mexicano José de la Colina en “Señor Gato”, Milenio, México, 13 marzo de 2016— suele ser el animal preferido por esos hombres de la “mano a pluma”, como los llamaba el poeta Arthur Rimbaud, los escritores en general. (Haber aludido a Ramón Gómez de la Serna nos da licencia para detenernos, aunque sea brevísimamente, en este narrador-poeta, inventor de la greguería, a la que define como: metáfora + humor, que dedicó a los felinos toda una colección de greguerías gatunas de las que sólo queremos recordar estas tres: “El gato rubrica todos sus pensamientos con la cola”; “La Q es un gato que perdió la cabeza”, o “El gato es una gárgola que pasea por casa”). Y vamos ya con los filósofos.

Al parecer hay una secreta afinidad entre filósofos y gatos. Pocos animales tan afines a los “amantes de la sabiduría” (philo-sophos) como el gato. Su prestigio es proverbial: espíritus libres, misteriosos, elegantes, independientes, sigilosos, de silente compañía, estimulantes de la meditación y de la imaginación creadora, son animales que atraen, que fascinan sobre todo a los hombres de pensamiento y meditación. Numerosos filósofos se han visto arrastrados por su atractivo irreprimible y por su inteligencia. La sagacidad de los felinos es tan manifiesta que en el más reciente de los ensayos referidos a su inteligencia, el “Elogio del gato” (2014), de la escritora francesa Stéphanie Hochet, ésta ha llegado a sostener: “He estudiado mucho a los filósofos y a los gatos: la sabiduría de los gatos es infinitamente superior”. Clásicos y modernos, de Occidente y de Oriente, pensadores y pensadoras ilustres se han rendido a sus asombrosas cualidades de adaptabilidad, versatilidad y flexibilidad mentales.

Entre los filósofos del XIX y XX que han vivido con mascotas félidos y han llegado conocerlos en profundidad y admirarlos, podemos citar a François René de Chateaubriand escritor y filósofo político (“El gato vive solo. No necesita sociedad alguna. Solo obedece cuando quiere, o simula dormir para observar mejor y arañar todo cuanto puede arañar”); Henry David Thoreau, escritor y filósofo estadounidense (“¿Qué clase de filósofos somos que no sabemos absolutamente nada del origen y destino de los gatos?”); Hippolyte Taine, filósofo del arte e historiador francés, autor de “Vida y opiniones filosóficas de un gato” (1858) (“He estudiado con detención a los filósofos y a los gatos. La sabiduría de los gatos es infinitamente superior”); Marcel Mauss, ilustre antropólogo francés (“Los gatos son los únicos animales que consiguieron domesticar al hombre”).

Miguel de Unamuno, nuestro lúcido filósofo cristiano agónico (“Mi gato nunca se ríe o lamenta. Siempre está razonando”); A. N. Whithead matemático y filósofo británico (“Si un perro salta sobre tu regazo es porque te tiene cariño, pero si un gato hace lo mismo es porque simplemente está más caliente”); el filántropo y médico humanitario Albert Schweitzer y (“Hay dos maneras de refugiarse de las miserias de la vida: la música y los gatos”); el filósofo Jean Paul Sartre, que vivía con un gato de nombre “nada”, en perfecta consonancia con su nihilismo teórico y con la filosofía existencialista por él mismo profesada, cuya obra fundamental se titulaba precisamente: El ser y la nada. Debemos, finalmente, recordar a Jacques Derrida y su gato “Logos”, que llegó a escribir un ensayo sobre la mirada felina, y a Albert Camus tan inseparable de su gato “Stranger” como Michel Foucault de su gata negra “Insanity”.

Balthus, A. Camus y J. Derrida, con sus gatos

No podemos detenernos en relatar, con el espacio que se merecerían, alguna de estas relaciones aludidas, y que vincularon tan profunda, anímica y afectivamente a sus protagonistas, escritores o filósofos con sus gatitos/as. Solo nos hemos permitido una excepción, por su singularidad y trascendencia artística: se trata de la conmovedora historia del poeta-filósofo austriaco Rainer María Rilke (1875-1926), autor de las Elegías del Duino, y de su “ahijado” durante unos pocos años, Balthus (Balthasar Klossowski,1908-2001), parisino de ascendencia polaca —que sería años más tarde famoso pintor figurativo— con cuya madre, Baladine, el escritor mantenía a la sazón una relación sentimental. Rilke y el niño Balthus (de unos 10 años) amaban con pasión al gatito de la casa, Mitsou. Un día el gatito se escapó y el niño, preso de angustia, comenzó a pintar de manera obsesiva toda una colección de dibujos que recordaban momentos y situaciones vividas por ambos. La serie, compuesta por 40 láminas, se iniciaba con el día en que lo encontró en la calle y acababa con el pequeño Balthus llorando por su pérdida. Tanto impresionaron al poeta las estampitas dibujadas por el niño del minino de angora, que decidió publicarlas en un volumen, del que él mismo escribió el Prefacio.

El libro se tituló “Mitsou. Historia de un gato” y se publicó entre 1920 y 1921. En él, el poeta de Praga narra, con bellas y sencillas palabras, las ilustraciones y escenas dibujadas con su lápiz por el niño Balthus (seudónimo o hipocorístico, por cierto, que el propio Rilke le puso). El poeta pone de manifiesto en dicho Prefacio su impresión de que la naturaleza del gato es elusiva, inasible, esquiva y difícil de aprehender conceptualmente, para concluir con estos interrogantes: “¿Quién conoce a los gatos? ¿Es posible, por ejemplo, que ustedes pretendan conocerlos? Reconozco que para mí, su existencia no fue nunca más que una hipótesis bastante arriesgada”. Según cuenta su madre la relación entre el niño, el gato y el poeta fue bastante estrecha y Balthus lo recordará como un hombre amable y fascinante. En adelante, el pintor retrataría en numerosas ocasiones, con rebuscada ambigüedad, gatos junto a niñas o adolescentes, como símbolo, tal vez, de lo indómito, misterioso, femenino y sensual de su naturaleza, coincidiendo en ello con Baudelaire.

 

Tomas Moreno Fernández,

Catedrático de Filosofía

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