Hay realidades en el mundo de la educación que inevitablemente impactan hasta el sobrecogimiento. Aunque al mismo tiempo te hagan creer en ella y en la labor de los docentes. Hace unos días leí un reportaje de Simona Carnino, “Escuelas libres de violencia: la lucha pacífica de los docentes contra las pandillas en Honduras”, publicado en El País. En él se narra la historia de algunos docentes de escuelas de barrios marginales de Tegucigalpa, que arriesgan su vida para defender a los estudiantes del reclutamiento forzado por parte de las maras Salvatrucha y Barrio 18. Desde las rejas de las escuelas públicas ambas intentan convencer a niños entre 10 y 14 años para que ingresen en la banda por las buenas y, cuando no, por las malas. El reportaje visibiliza a unos docentes que, armados de valor, tratan de salvar a sus alumnos.
La labor de un docente no es solo enseñar los contenidos de una materia, consiste también en hacer de sus alumnos ciudadanos libres y mejores personas, aunque a veces esta tarea se ahogue en el terreno de la entelequia. Marina Garcés, en Escuela de aprendices, dice que la historia de la humanidad escenifica la tragedia de la educación: “una larga cadena de aprendizajes y una cadena aún más pesada de errores”, donde los humanos que deberíamos “aprenderlo todo… no aprendemos nunca nada”.
En el curso escolar que está a punto de concluir hemos recobrado la normalidad que la pandemia nos privó en los dos anteriores, cuando el confinamiento cerró las escuelas o nos separó en grupos burbuja. Una escuela cerrada es el acto más triste que puede cernirse sobre un pueblo, una barriada o sobre la sociedad misma. Ver las escuelas huérfanas de alumnos proyecta un panorama tan desolador como el que no hace mucho nos mostraba las ruinas de una escuela bombardeada en Lugansk.
El curso finaliza, pero no tardará en llegar otro, y el proceso de implantación de la enésima reforma educativa, si es que antes no lo evita un cambio de partido en el poder, que vendría, sin lugar a dudas, con la suya. La maldición de nuestra democracia: una reforma tras otra a base de varitas mágicas, que luego tantas ilusiones quiebran. No se dan cuenta, o sí, de que lo único importante en todo esto es la labor de los maestros, y ellos meros figurantes en el gran teatro de la educación. Los políticos actúan como enfermos imaginarios, obsesionados en enzarzarse en refriegas políticas, atrayendo solo la atención hacia sí mismos, mientras por el camino languidecen los sueños de tantos docentes. En estos días nos abochorna ese intento de abrir un nuevo frente judicial de la presidenta de la Comunidad de Madrid y el recurso ante el Supremo contra el bachillerato “por su falta de contenidos y elevada carga ideológica”; o aquello otro del Parlamento catalán aprobando una ley en contra de la sentencia que obliga a reservar más tiempo a contenidos impartidos en castellano. Es la bochornosa máxima de nuestra democracia: “A los políticos de todos los colores lo que menos les interesa es la educación”.
Cuando la educación se convierte en un tema central, Marina Garcés entiende que no se trata tanto de una crisis educativa como de una de esas crisis “civilizatorias en las que se muestran los conflictos, los deseos, los límites y las posibilidades de cada sociedad y de cada tiempo histórico.” Por esto mismo me quedo con los docentes como único baluarte que alienta la esperanza en una educación mejor. Ellos sostienen la escuela, lo veo a diario. Allí, donde hay un maestro, hay una escuela, decía el humorista gráfico Peridis.
Me gustaría que los docentes fuesen mejor tratados por la sociedad y la política, que no los enmarañaran en absurdos y desesperantes trámites burocráticos, que los dejaran hacer su trabajo. Nunca olvidemos que la educación es el mayor tesoro del que disponemos, un instrumento de emancipación, un espacio para hacernos seres más sociables, una plataforma de oportunidades para el desarrollo personal. Una persona o una sociedad sin educación es menos libre, más fácilmente manipulable, menos solidaria y justa.
Por eso siento una enorme satisfacción cuando veo a maestros y maestras que piensan en sus alumnos para hacer de ellos mejores ciudadanos, que no escatiman esfuerzos para darles la posibilidad de que nunca sean parte de una masa informe e ignorante. La mayoría de nosotros les debemos mucho. Mis recuerdos se inundan de maestros que me enseñaron, me guiaron, me pusieron en el camino de ser lo que ahora soy. Sin el esfuerzo de mi familia y de mis maestros yo sería ahora alguien incapaz de escribir este artículo y, sin embargo, lo escribo, porque la educación me ayudó a formarme en aquellos años sesenta y setenta cuando estudiar era casi una extravagancia para los hijos de las clases humildes y trabajadoras. Me llegó la oportunidad para ser ahora un ciudadano formado, crítico, cívico, con vocación de devolver a la sociedad lo mejor que pueda ofrecerle.
El psiquiatra Enrique Rojas, en su libro Todo lo que tienes que saber sobre la vida, aparte de escribir que en la vida no es tan importante tener buenas cartas, sino saber jugarlas, entiende que educar es proporcionar raíces y alas, amor y disciplina, es seducir con valores que no pasen de moda. La educación es el mayor tesoro del que disponemos y el sostén de la sociedad, ¡qué menos que cuidarla!, como hacen esos maestros que luchan a diario en los barrios marginales de Tegucigalpa.
(NOTA: Este artículo se ha publicado en la ediciones impresas de IDEAL Almería (pág. 26), Jaén (pág. 26) y Granada (pág. 22), correspondientes al martes, 21 de junio de 2022)
Comentarios
2 respuestas a «Antonio Lara Ramos «Escuelas y docentes»»
Leyendo este artículo que ensalza la labor del maestro que piensa y vive para que sus alumnos sean mejores ciudadanos, más libres cuanto más críticos, solidarios y comprometidos, de ese maestro que hace lo imposible y lucha contra la injusticia y la ignorancia, contra el discurso del odio hacia el pobre, hacia el diferente, hacia el que ha nacido en una casa que no valora la educación, de ese maestro que cree en él o ella, poniendo todas las herramientas a su alcance para sacarlo de la ignorancia, para dotarlo de competencias para la vida…, pues pensando en esos maestros – que haberlos haylos, aunque ciertamente cada día encontramos más burócratas repletos de derechos y falta de compromiso – he recordado las palabras de José Saramago: “Empezar a leer fue para mí como entrar en un bosque por primera vez y encontrarme de pronto con todos los árboles, todas las flores, todos los pájaros…”. La tarea del maestro es tan apasionante que entre otras muchas cosas, tenemos el encargo de adentrar al alumnado en el mundo de las palabras para que con ellas descubran y aprehendan el mucho.
Gracias, Antonio, por este alegato a los docentes como los verdaderos baluartes que sostienen la escuela, esa escuela que da vida a un pueblo o un barrio, esa escuela que “fabrica” ciudadanos libres. Desde luego que, precisamente, eso es lo que menos interesa a la clase política, pues cuanto más ignorantes seamos, más fácilmente podrán seguir aplicando políticas manipulativas cargadas de mendicidad. ¿Cómo van a hacer un pacto por la educación, si la educación es un arma arrojadiza que se tiran a la cara mientras desmantelan nuestro estado de derecho? Nos dan opio, como en la novela San Manuel Bueno Mártir, de Buero Vallejo, y adormecen nuestras voces, convirtiéndonos en seres más solitarios, menos comprometidos, menos cívicos, más individualistas, menos empáticos, más egocéntricos y poco tolerantes.
Yo, como el poeta, “voy soñando caminos” y seguiré haciéndolo mientras el cuerpo me haga sombra y las palabras y la escuela sean el lugar que dan sentido a mi tiempo.
Siempre he creído que un sistema educativo no funciona si no es con sus docentes. Que a ellos nos debemos encomendar y en ellos poner todos nuestros desvelos. Colaborar con los docentes, desde la política, la sociedad o las familias, es fundamental para que sientan el respaldo que necesitan. Así es, Isabel, los docentes son “los verdaderos baluartes que sostienen la escuela, esa escuela que da vida a un pueblo o un barrio, esa escuela que “fabrica” ciudadanos libres”. Y eso lo sabéis quienes estáis día a día en la escuela, y eso lo sé porque lo aprendí cuando yo era maestro, y nunca lo he olvidado.
Las escuelas dan vida al lugar donde se asientan, pero esa vida es la que emana de muchas vidas que se congregan en ella cada mañana. Esas vidas que debemos atender y cuidar con el mismo empeño como si fuera la nuestra, a pesar de tantas dificultades.
Isabel, te animo a seguir con esos sueños que también hacen caminos y sendas por las que solo es posible transitar si aspiramos a un mundo más justo y solidario. La escuela es la tabla de salvación que les queda a muchos niños y jóvenes, donde probablemente se sentirán personas como nos les ocurrirá en el resto de su vida. El lugar que recordarán algún día como el único donde realmente se sintieron tratados con respeto y consideración en esta sociedad donde la despersonalización está a la orden del día.