I. En las famosas declaraciones de Martin Heidegger (1889-1976) del 26 de septiembre de 1966 a la Revista Der Spiegel, publicadas póstumamente, diez años después, con el título de “Sólo un Dios puede salvarnos todavía”, el filósofo de Messkirch se refería “al gran peligro” al que estaba siendo sometida la humanidad en esta “edad de la dominación técnica” (Vid. Revista de Occidente, Tercera época, nº 14, Madrid, Diciembre de 1976, pp. 2-15).
Era esa dominación, sin duda alguna, la responsable máxima de la “tecnificación de la tierra”, nuestro hogar planetario, de la devastación de la vida (plantas y animales) y también, en consecuencia, del desarraigo del hombre mismo, temática que el filósofo había ya tratado en alguno de sus últimos escritos tales como La cuestión de la Técnica (1962) y El Final de la Filosofía y la Tarea del Pensar (1966) y que permitirá a prestigiosos intérpretes de su pensamiento, como René Scherer, a calificarlo como “el primer teórico de la lucha ecológica” (R. Scherer y Arion Lother Kelkel, Heidegger, Edaf, Madrid, 1975, p. 11).
La potencia técnica característica de la tecnociencia occidental habría sido la causante de que percibiéramos un río, por ejemplo, no como lo que era, una maravillosa entidad natural precisada de respeto y cuidado —que fecundaba nuestros campos y nos dotaba de agua y de vitalidad, y nos proporcionaba belleza y placer estético—, sino como un simple “Gestell” (armazón, dispositivo técnico o artilugio operativo), utilizable previsiblemente como central hidroeléctrica. Esa transformación técnica de las aguas del río en simple “fuente de energía hidráulica”, y asimismo de muchos otros recursos naturales en fuerzas energéticas, había producido la degradación del entorno humano, el ecocidio y el desenraizamiento del hombre: “Todo funciona”, lamenta el filósofo en la referida entrevista, [y] “esto es lo inquietante, que funcione y que el funcionamiento nos impele siempre a un mayor funcionamiento y que la Técnica de los hombres los separa de la Tierra y los desarraiga siempre más. No sé si ustedes están asustados, en todo caso, yo me asusto al ver las fotos de la Luna desde la Tierra. No necesitamos bombas atómicas, el desenraizamiento de los hombres es un hecho. Tenemos solamente puras relaciones técnicas. No hay rincón sobre la Tierra en el que, hoy, el hombre pueda vivir” (p. 10)
Coincidía en cierta manera el autor de Sein und Zeit con el diagnóstico que algo más de treinta años antes (entre 1934 y 1937) había formulado su maestro, Edmund Husserl (1859-1938) en su libro póstumo “La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental” (1954), en el que se denunciaba el carácter excluyente del positivismo científico (cientificismo) y de la supuesta objetividad científica contemporánea que ignoraba por sistema, y excluía de la ciencia por principio, las cuestiones más candentes para la humanidad, aquellas que implicaban referirse al sentido o a la ausencia de sentido de la existencia humana: las pertenecientes al Lebenswelt (el “mundo vital”: el mundo cotidiano de la vida, de la finalidad, telos, y del sentido). Las ciencias físico-matemáticas y las sociales habían olvidado el suelo nutricio, la patria, del “mundo propio” del ser humano, reduciéndolo todo a una “mera facticidad empírica sin sentido ni significado”.
Las consecuencias que toda esa deriva tecnológica planetaria había infligido al hombre de nuestro tiempo, comportaban, en opinión del discípulo de Husserl, entre otras muchos graves efectos (alienación, cosificación y robotización del hombre etc.), el fin de la Filosofía: la Filosofía está acabada, se ha diluido en las ciencias particulares (Psicología, Lógica, Sociología Politología) (p. 12); su papel lo han tomado “las Ciencias, es decir, las Ciencias Naturales, con la Física matemática como Ciencia básica”, cuyos “éxitos técnico-prácticos hacen que aparezca el Pensamiento, en el sentido filosófico, cada vez más superfluo” (p. 15), y su puesto es ocupado por la Cibernética, “sustituido por ella” (sic, p. 12). Ideas que ya habían expuesto poco antes en El final de la filosofía y la tarea del pensar, en donde ese “final” (Ende), “consumación” o “acabamiento” (Vollendung), se “perfila como el triunfo del equipamiento del mundo sometido a los mandatos de una ciencia tecnificada” y “significa el comienzo de la civilización mundial en cuanto ésta se basa en el pensar del Occidente europeo” (Texto incluido en Sartre, Heidegger y Jaspers, Kierkegaard vivo, Alianza, Madrid, 1968, pp. 134-135).
II. Ese habría sido el precio del progreso, del desarrollo, “abastecimiento y bienestar material” de Occidente, su aparente definitivo destino, salvo que —añadía el filósofo suabo, recordando una larga conversación en la Provenza con el poeta francés René Char— el Pensar y el Poetizar lograsen una potencia nueva, sin violencia, capaz de contrarrestar esa deriva nihilista propiciada por la racionalidad instrumental (esencia de la técnica) y por el consumismo sin finalidad ni sentido. De lo contrario, no habría ninguna otra salida para la humanidad. En su opinión, el edificio filosófico construido a lo largo de más de veinticinco siglos está concluido: “La forma de pensar de la Metafísica tradicional que termina en Nietzsche, no ofrece ninguna posibilidad para llegar a conocer los rasgos fundamentales de la época técnica, del Mundo que está empezando” (p. 12).
La única alternativa que queda es lo que Heidegger denomina “el otro pensar”, un pensamiento no-filosófico (no ontologizante ni objetivador), el único viable cuando la filosofía ha llegado a su final, pues la filosofía como tal (como metafísica) no es posible que “trate de pensar ya la esencia impensada de la técnica y despejar nuevas perspectivas”. ¿Nuestra única alternativa o salida salvadora estaría entonces en volver la mirada a Oriente: a una mística del Silencio, propia del budismo zen o del taoísmo o la tradición mística germano-occidental del Maestro Eckhart), como en otros textos heideggerianos podríamos atisbar o entrever? se pregunta el pensador de Friburgo. ¿No estaría más bien latente, en su intención, la nostalgia o el recuerdo del Ser, esto es, la necesidad de reiterar, otra vez, la llamada a la Kehre (el “viraje” o la “vuelta”): el retorno a los orígenes primigenios del Pensar occidental —Anaximandro, Parménides, Heráclito y demás presocráticos— cuando “el olvido metafísico del ser”, reificado u objetualizado en los entes, todavía no se había producido? ¿Y ese retorno no podría ser también, como era para Hölderlin, un regreso a la proximidad de lo originario y sagrado (Heimkehr)? (Cf. Beda Allemann, Hölderlin y Heidegger, Libros del Mirasol, Argentina, 1965).
En las páginas de Der Spiegel, Heidegger no se decide expresamente por ninguna de estas posibilidades, aunque declare que la solución tendría que proceder más bien de la misma tradición occidental que, erróneamente, habría dado lugar a esa deriva autodestructiva que tendría también en la Literatura y, sobre todo, en el Arte actual su reflejo más paradigmático, al no saber “cuál es su lugar, hacia dónde mira y qué busca” (p. 15): “Estoy convencido”, concluye el pensador germano, “de que, en el mismo lugar del Mundo en que ha surgido el mundo técnico, también se puede preparar un cambio, pero éste no se realizará por la asunción del Budismo Zen u otras experiencias del mundo oriental. Para esta vuelta del Pensamiento, se necesita la ayuda de la tradición europea y su nueva inclinación. El pensamiento sólo puede transformarse por otro pensamiento que tenga el mismo origen y destino” (p. 14). Y ese otro pensar (Denken) deberá ser ante todo reflexión (Nachdenken) no cálculo. Será preciso, pues, una superación de ese modo de pensar calculador de las ciencias positivas por otro modo de pensar poético o meditativo, en diálogo con la totalidad de la filosofía.
Podría afirmarse que el clímax de la entrevista se produce en el momento en el cual Heidegger confiesa que “la filosofía no puede realizar inmediatamente un cambio del actual estado del mundo. Esto vale no solamente respecto a la Filosofía sino también para todos los sentimientos y aspiraciones humanas. Sólo un Dios puede salvarnos todavía (Nur noch ein Gott kann uns retten). Nos queda la única posibilidad de prepararnos, por el Pensar y el Poetizar, para la aparición de un Dios o su ausencia en el ocaso; frente a la ausencia de un Dios nos hundimos” (p. 12). Nietzsche asumió y celebró las consecuencias de “la muerte de Dios”. Su famoso dictum, “Gott ist tot”, significó la buena nueva del inminente advenimiento del Übermensch y del auténtico nihilismo. Heidegger, por el contrario, no dejó de lamentarlo, aún reconociendo que “no podemos pensar a Dios desde aquí, sólo despertar un predisposición para esperarle” (p. 12).
III. ¿Cómo podría despertarse esa predisposición? Sabemos que para Heidegger la esencia de nuestra relación con la Tierra es la poesía, buena nueva que ya nos había anunciado Hölderlin en un célebre poema (“Pleno de mérito, mas poéticamente mora el hombre sobre esta tierra”). El desarraigo de ella, la tendencia a lo óntico y a concebir el mundo como una serie de entes, objetos y cosas —meros instrumentos o recursos para nuestra empresa de explotación, devastación y dominación del mismo— y el abandono de la auténtica tradición del pensar pre-metafísico, constituyen lo que Heidegger denomina “el olvido del Ser” (Seinsvergessenheit).
La única “posibilidad de que el hombre de la edad técnica experimente la relación con una exigencia a la que él mismo pertenece”, señala nuestro pensador, está en una indispensable relación con la Poesía de Hölderlin: “Para mí”, confiesa Heidegger en la entrevista, “Hölderlin no es un poeta como cualquier otro, cuya obra un historiador de la literatura estudia como tema entre tantas otras. Hölderlin es para mí, el Poeta que señala el Futuro que espera a Dios y no puede quedarse solamente como objeto de la investigación histórico-literaria” (p. 14). Tal vez la única actitud plausible del hombre deberá ser la espera devota, meditativa y respetuosa, y una (pre)disposición de acogimiento y apertura al misterio. Con toda cautela pensamos que esa actitud podría significar, ya en su madurez, un alejamiento de toda tentación de ateísmo y de caída en el nihilismo y una señal de vuelta al Dios de la fe perdida en su crisis de juventud (1917-1919), tras su fallido intento de hacerse teólogo jesuita, en 1915 (Sobre toda esta temática hasta aquí desarrollada cf. Luis Sáez, J. de la Higuera y J. F. Zúñiga, Pensar la Nada. Ensayos sobre filosofía y nihilismo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007). Filósofos coetáneos, como Karl Jaspers, que dedicó a la técnica moderna un capítulo de su Origen y meta de la historia (1949), o representantes de la Escuela de Frankfurt como Max Horkheimer (Crítica de la razón instrumental, 1967), Jürgen Habermas (Ciencia y técnica como ideología, 1969) o Hans Jonas, (El principio de responsabilidad. Ensayo de un ética para la civilización tecnológica, 1975), entre otros muchos, y discípulos tan cercanos como Hans Georg Gadamer (Verdad y método, 1960), se hicieron eco también de esa misma situación de angustia e incertidumbre propiciada por la por la tecnificación del mundo y la racionalidad instrumental (cf. Richard Wolin, Los hijos de Heidegger. Hannah Arendt, Karl Löwith, Hans Jonas y Herbert Marcuse, Cátedra, Madrid, 2003). Paul Ricoeur, desde otra tradición filosófica (personalista cristiana y hermenéutica), calificará también las secuelas del sometimiento de la humanidad al imperio inexorable de la tecnifica planetaria como un “retroceso de sentido” (recul du sens) que la oprime casi sin esperanza ni horizonte salvador alguno.
Pero tal vez fuese el gran cineasta, escritor y poeta italiano, trágicamente desaparecido en 1975, Pier Paolo Pasolini, quien, con tanta lucidez como coraje cívico, se hará eco de ese diagnóstico del más grande filósofo del siglo XX, para denunciar —de un modo comprensible y asumible por los lectores no expertos en filosofía o en lenguajes especializados, oscuros o crípticos para profanos— las infaustas y trágicas consecuencias de la devastación de la tierra. En su famoso artículo sobre Las Luciérnagas concluía su alegato contra la pérdida, ya irrecuperable, de la biodiversidad, y su lamento por el ineluctable deterioro del planeta y del “mundo de la vida” en general (de las plantas, de los peces y de los pájaros; de los linces y de las ballenas etc.) con estas certeras y desgarradoras palabras:
“En cuanto a mí, si ello tiene algún interés para el lector, quede claro lo siguiente: Yo daría a la Montedison entera [un importante holding privado italiano especializado en química industrial y petroquímica] por una luciérnaga. ¿En aras de qué hemos sacrificado nosotros las luciérnagas? ¿Y con qué recursos de imaginación y creatividad contamos para emprender un camino que nos aproxime a un mundo donde vuelvan a existir las luciérnagas?” (Texto incluido en sus Escritos corsarios, de 1975, Barcelona, Galaxia-Gutenberg, 2022).
Ver los anteriores capítulos de esta serie:
«I: El siglo XXI, el siglo de las mujeres»
«II: Gerda Lerner y el despertar de la ‘conciencia feminista’»
« III: Julia Kristeva, una visión del ‘Feminismo de la diferencia’»
Catedrático de Filosofía