Sin régimen y ejercicio físico parece prácticamente imposible plantarse en el verano con la decencia necesaria para ir sin complejos siendo el vigilante más perezoso pero constante de las playas.
Por fin hemos abierto los ojos. Nos hemos abandonado. Es cierto. Nos hemos dejado llevar por un descanso merecido y, en lugar de prepararnos para el verano con un cuerpo decente y un bronceado como Dios manda, nos hemos plantado en la canícula con una blancura que luce porque deslumbra. Y es que para nosotros las promesas no son para el verano, ni aun sabiendo que no existen los golpes de suerte sino el sacrificio constante: ni dieta equilibrada, ni gimnasio, ni ejercicio regular y regulado. No casamos bien con esos rigores que luego se esfuman en cuanto uno se relaja lo más mínimo y que prometen llegar al estío en un perfecto estado físico y de salud cuando de verdad el único estado al que aspiramos es al descanso mental.
Lo de la milagrosa abstinencia saludable implica cambiar demasiado nuestra lista de la compra y el gimnasio no puede doblegar los tentáculos de nuestra desidia y agotamiento. Pero resulta que sin ambas –régimen y ejercicio físico– parece prácticamente imposible plantarse en el verano con la decencia necesaria para ir sin complejos siendo el vigilante más perezoso pero constante de las playas.
Lo que parece evidente es que son necesarios más que nunca dos ingredientes que si los combinas bien eres indestructible: tener una motivación y aplicar una rutina. Esta última está clara y aceptada pero para aquel hábito pensamos que bastante rutina hemos seguido los últimos meses como para convertirla en la llave maestra también durante las vacaciones.
Así que observamos cómo el atleta o aquel que ha sabido mantenerse físicamente comen sin descanso y sin preocupación alguna. Y entre ellos, nosotros, descerebrados pero contentos porque no medimos la felicidad con calorías salvo cuando ni metiendo tripa puede uno disimular el excesivo buche o una todavía incipiente colina que luego aparece enmarcada para siempre en el gesto irreverente de una cámara fotográfica.
Pocas escenas más dolorosas que la protagonizada por alguien que, con la confianza que no le hemos otorgado, nos suelta aquello de «¡qué bien nos cuidamos!». Ángeles custodios siempre inoportunos que ofrecen respuestas a nuestra apatía a pisar un gimnasio para quien lo ve más como un centro de alto rendimiento. Estos individuos –auténticos profesionales del ocio– declaman revestidos de una severidad implacable una lista infranqueable de alternativas haciéndonos creer que no tenemos escapatoria posible: que si podemos correr moderadamente, practicar natación o desdoblarnos con el yoga, jugar al pádel, hacer de un paseo en bicicleta el momento más relajado del día, probar el gym sin salir de casa, aprovechar los innumerables parques que cuentan con aparatos que siempre nos estarán esperando.
Existen otras actividades igualmente saludables que algunos demoran con engañoso abandono para el estío: leer plácidamente libros que han ido dejando para estas semanas, quedar con amigos que apenas ven durante el año y pasar más tiempo con la familia. Esta sí que sería una rutina más recomendable para ir tirando con sana dignidad sin importarnos un carajo las tripas, sino el corazón.
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Profesor de Educación Secundaria y Bachillerato