Llegaba como siempre julio, vivo, llegaba cabalgando agosto tumultuoso, da igual la edad, niños, jóvenes o mayores siempre creímos que la vida sería verano. Esos meses sin colegio, libres para correr, libres para jugar y libres las horas se expandían y se confundían el dia con la noche, hasta que derrotados el sueño nos vencía. En un pasado sin fecha, fuimos jóvenes cuando el mundo se manifiesta en forma de amor cálido con sus latidos impetuosos: en el lecho del rio, a la orilla del mar, en las noches que el firmamento llameaba y como siempre terminaba agosto y un repentino viento se llevaba la atracción del amor hasta el siguiente verano. Llegó la plenitud silenciosa de lo vivido, con el inclinar de la balanza por el peso de los veranos disfrutados, recogemos los fragmentos de todo lo aprendido, de todo lo disfrutado: espacios, colores, sabores, cosas tangibles que guardamos con afecto en los corredores sin fin de la memoria. Un álbum de nuestra propia verdad de las vivencias en cada verano.
Llega julio y agosto y los días son circulares. La piel más dorada, el rostro fusilado por el color de la luz, sin el muro del horario, trasnochamos y olvidamos el reloj, desertamos de las dietas, para disfrutar de todo aquello restringido, como dice un dicho “todo lo bueno es pecado o engorda”: barbacoas, pescaito frito, mariscos, helados, mojitos, un sinfín de tapas… Rescatamos la felicidad inminente de pasear en aquellas horas que son antesalas del amanecer o atardecer, caminar sin premura, sin prisas, un caminar entre los senderos de las montañas, por parajes de sal, rocas y de un mar de olas tras olas. No, nos importa repetir una y otra vez el mismo recorrido, porque necesitamos estar libre de nuestra propia prisa, sacudirnos las piedras de las preocupaciones. Sentir la espesura de nuestro propio asombro junto a la naturaleza que no tiene dimensiones que vibra en su misma armonía. ¡ Es el verano! y su alegría nos devuelve la fe en la alegría.
La mayor parte de nuestra vida transcurre entre dos siglos el XX y XXI, muchas son las razones que nos mueven a manifestar la admiración por el siglo pasado cuando nos adentramos en los veranos. Ronda por mi pensamiento, una duda razonable, la herencia que recibimos en el siglo pasado ¿se debilita en lo social, tradicional y en la libertad como ser?, desde luego, en este presente hemos conquistado el imperio de las tecnologías con los móviles y sus redes sociales, a cambio de las relaciones personales del contacto cercano, consiguiendo que la palabra se degrade, también implantamos el turismo low cost (bajo costo) de viajar a cualquier parte del mundo por un precio razonable, nos ha condenado a aglutinarnos en masas en ciudades, aeropuertos, playas, restaurantes…y lo más inquietante que se contagia entre lo mas jóvenes, crear tu propio perfil de ser humano en sintonía con la moda, bajo la servidumbre de los “Like” de las “Influencer”, para lucir cuerpos semidesnudos en playas o piscina, cuerpos moldeados por la silicona y esteroides anabolizantes, cuerpos repletos de tatuajes, para ser exhibidos en el escaparate público de las calles, en fin cuerpos arquetipos de superhumanos. El calor del verano destapa estas realidades.
No pretendo proclamar nada, cuando me queda menos para desenredar la madeja de la vida, me reivindico como hombre del siglo XX , me quedo con el buen gusto, tal vez sea una advenedizo en esta sociedad nueva que se han apropiado de otros valores y formas.
Volvamos al mundo transparente para enseñar a los nietos en la largas tardes del verano a jugar al parchís, las damas… a patear un balón en la arena húmeda de la playa , a balancearse en un columpio en el campo, a robarle tiempo al tiempo con charlas transcendentes o sin pretensiones con los hijos, en la terraza o en el porche cuando la luz redonda del día se desliza en el mar, a descubrir la propia cuadricula de paz cuando la multitud se desploma, a reír como un descocido con amigos en un chiringuito, a resarcirme de los complejos para aplaudir la felicidad de los portadores de barrigas cerveceras caídas sobre el bañador, a recuperar un palmo de arena cuando la marea baja, a intentar dejar el cauces de los labios abierto al pensamiento no impuesto, saturado por las falsa noticias y el catastrofismo veraniego (Incendios, sequia, precio de los carburantes, olas de calor…) que intentan pero no logran crear un sabor agrio de las vacaciones, a no dejar que el mundo cristalizado de las redes sociales nos aísle de los demás en un burbuja.
Todo puede ser circunstancial o pasajero, pero noto un gran vacío, cuando me siento en el mirador abierto de la playa con los nietos y me dejo llevar por el sonido delicado de la espuma de las olas.
¡No oigo, el alboroto de los niños! ¡No veo, castillos de arenas de arenas! ¡No siento, el clamor infantil de los juegos de pelota!
De mis hijos a mis nietos han transcurrido 40 años y las playas se han despoblado de niños. Siento pena.
Buen verano!
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Rafael Reche Silva, alumno del APFA
y miembro de la JD de la Asociación
de estudiantes mayores, ALUMA.
Premiado en Relatos Cortos en los concursos
de asociaciones de mayores de las Universidades
de Granada, Alcalá de Henares, Asturias y Melilla.
Comentarios
Una respuesta a «Rafael Reche: «Las cosas del verano. Llegan como siempre las vacaciones»»
Estupendo artículo que a los que hemos traspasado el umbral de los sesenta nos hace recordar y añorar los años de nuestra juventud, sin olvidar el presente con nuestros hijos y nietos. Enhorabuena.