Son las ocho y veinte de la mañana y llevo un rato despierto oyendo las voces de mi vecino. Está discutiendo con alguien por el móvil y ha pensado que el mejor sitio para hacerlo es el balcón de su casa, muy próximo a mi dormitorio. Por supuesto, tengo la ventana abierta y él habla a grito pelado. Me estoy enterando de todo.
Es el mismo que ya ha organizado, en lo que va de verano, varias cenas o fiestas en su casa hasta la una o las dos de la mañana. En una de ellas, estando nosotros ya acostados, su tono de voz era tan elevado que pudimos escuchar nítidamente cómo contaba a los invitados la reciente operación a la que se había sometido, lo que hizo nuestro desvelo mucho más ameno.
No se su nombre ni conozco a su familia. Solo le pongo cara, porque lo he visto en su balcón, y, sobre todo, distingo su voz. Es de esos personajes que no sabe que su interlocutor al otro lado del móvil no necesita que hable a voces para escucharlo.
Desgraciadamente, no es este el único ejemplo de ruidos molestos que puedo ponerles. En mi casa padecemos también el de las motos. No adivino el motivo pero entre las diez y las doce de la noche pasan por la calle ininterrumpidamente una tras otra y, como está en cuesta, el ruido de sus motores se incrementa fuertemente en el ascenso. Sobre todo porque son motos de pequeña cilindrada, de esas propias de jóvenes y adolescentes, que suelen cargar con dos pasajeros y que para salvar la pendiente hacen rugir fuertemente al motor. O quizás porque vayan haciendo caballitos. Algunas noches se convierten en una auténtica pesadilla en el rato de la cena o cuando intentamos ver una película.
Puede ocurrir que, cuando ya lo de las motos ha acabado, lleguen los camiones de la basura. Y sí, ¡digo camiones! Porque son varios los que pasan, a recoger cada cual un tipo de residuos. Suelen hacerlo, uno tras otro, tras la medianoche, y siempre el trueno gordo es el que viene a por los cristales: su estruendo al caer estos en el camión, si te pilla de sorpresa, es de un fuerte sobresalto. Recuerdo una noche, el verano pasado, que mi mujer y yo, ya dormidos, nos despertamos con un tremendo susto por la caída de los cientos de cristales desde su contenedor, colgado del brazo del camión de la basura. Casi sufrimos una taquicardia. Y nos costó un buen rato volver a conciliar el sueño.
Hay, sin embargo, ruidos más singulares. También en el verano del 2021 estábamos charlando tranquilamente en la terraza de unos amigos, tras la cena a la que nos habían invitado, cuando, de pronto, los cuatro nos quedamos mudos. Habíamos comenzado a oír el jadeo inconfundible de quien, muy cerca de nosotros, estaba en ese momento en intensa excitación sexual. Solo cuando aquel vecino logró acabar felizmente la faena y al clímax siguió el silencio, recobramos el habla y nos reímos a carcajadas con nuestros amigos. Con todo, no acostumbrados a estas sórdidas vivencias del estío en nuestro propio vecindario, nos volvimos muy impresionados, a la vez que divertidos.
También la playa es ámbito propicio a varios ruidos indeseables. Están, en primer lugar, los vecinos de toldo o de sombrilla a los que les encanta tener música. Pero, como deben ignorar la existencia de esos pequeños instrumentos llamados auriculares, hacen que su música la oigamos todos. A un servidor, que lo que le gusta es solo escuchar el sonido del mar, ni la más bella melodía le hace la menor gracia, por lo que ya en varias ocasiones hemos terminado por abandonar el sitio en busca de otro alejado de esa irritante compañía.
Cuestión aparte es la de las motos acuáticas que con frecuencia recorren las aguas de nuestras playas. Sinceramente, no entiendo cómo están permitidas. Para mí, no solo suponen un peligro para los que nadan, navegan o bucean, sino que las encuentro doblemente tóxicas: a la indudable contaminación de esas aguas hay que añadir la contaminación acústica. Objetivamente no se cuál es peor de las dos pero, por lo que a mí respecta, solo su ruido insoportable las hace merecedoras de un total ostracismo.
De todo esto hay que sacar dos conclusiones: la primera es que somos muy ruidosos. Posiblemente no por cultura y educación, sino por la falta de ellas; así como por la total ausencia de medidas por parte de las administraciones que nos impidan las situaciones que les he contado. Y, la segunda es que, incluso cuando estemos dentro de nuestra casa, no olvidemos que las ventanas están abiertas y las terrazas y balcones llenos. Nuestras conversaciones, así como nuestros gemidos, jadeos y efusiones, pueden ser fácilmente escuchados, sobre todo en el furtivo silencio de la noche y de la madrugada.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)