Hace solo unos días pude recuperar una de mis costumbres del verano: el paseo y desayuno con mi amigo Manolo en Salobreña. Fue una práctica iniciada cuando me trasladé a Granada. Como él ha seguido viviendo en la costa, nuestros encuentros son siempre más frecuentes las semanas que también yo ando por ella. El caso es que, como empezaba a decirles, el pasado fin de semana retomamos esta gustosa tradición.
Empezamos por el desayuno, en nuestra terraza preferida de la playa, y continuamos el encuentro con una pequeña caminata bajo un sol que ya empezaba a ser hiriente, porque es lo que tiene este tiempo si no madrugas. Aunque no quiero comentarles la ruta, sino la conversación, puesto que con Manolo siempre es larga, tranquila y variada.
Hablamos “de lo normal”: de su familia y de la mía, de nuestros problemas —que todos los tenemos—, del calor que llevamos pasado, de los amigos y conocidos, del instituto que compartimos y de los alumnos que ya son profesores; algo de política —pero no mucho—, de árboles y de la falta de ellos, de lo que él está leyendo y de lo que estoy leyendo yo. Y a lo largo de estos temas y algunos más que no recuerdo se asomaron a nuestra charla referencias a su amigo Alfonso, al que no conozco, a Galdós, del que he leído algunos de sus Episodios Nacionales —y Manolo todos—, a Almudena Grandes, que es su próximo objetivo, cuando acabe con don Benito, a Carme Chacón, de quien estoy zampándome su biografía —soy amante de este género—, al destrozo urbanístico de nuestras costas desde hace ya bastantes décadas, a las palmeras y su “mala” sombra, a la I República, allá por el movido siglo XIX, a la iglesia de Canales y a muchas otras cosas que tampoco es cuestión de enumerar aquí exhaustivamente.
Pero así es una conversación. No hubo debate ni monólogo. Nuestra charla fue “paritaria” y sin asperezas, porque hablamos y escuchamos por igual y ninguno somos proclives a la crítica o a la confrontación. Quizás seamos seres extraños para los tiempos que corren, cuando la discusión es constante en cualquier tema y los “sabelotodo” que acaparan las reuniones son cada día más frecuentes. A mí ambas situaciones me agotan, me aburren y me echan.
Propongo que en las asignaturas de los colegios y los institutos se enseñe a los niños a conversar tranquilamente. Puede ser en Lengua, en Ciudadanía, en Historia o en cualquier otra ¡me da igual!, pero en la que un tema de los primeros sea para habituarlos a escuchar, porque solo quien escucha aprende y puede, además, dialogar con los demás. Lo que se escucha es lo que más nos beneficia, mientras que lo que decimos, si es sensato, beneficia a los que reciben nuestro mensaje. Personalmente, incluso, y a diferencia de muchos, encuentro que escuchar es un placer enorme si el que habla tiene algo que enseñar. Pero ¡cuidado! los que hablan siempre no lo hacen porque sean más sabios, sino más creídos, ya que nadie tiene tanto valioso que contar. Es habitual, además, que el que sabe mucho se comporte con modestia, hablando poco o nada de lo que conoce a no ser que explícitamente se le demande.
Por otro lado, no cuestiono el valor del debate si es educado e inteligente, solo que reconozco que yo no estoy mentalmente preparado para él y termina también por cansarme. Pero no llamaría como tal a los que con tanta frecuencia vemos ahora en las televisiones protagonizados por los peores políticos, los malos periodistas y otros mediáticos personajillos que se dejan pagar para generar agresividad y ruido en vez de información. Su ejemplo es nefasto y debemos contrarrestarlo por todos los medios, como es, uno de ellos, la enseñanza.
En conclusión: hay que recuperar la escucha y la palabra, que es lo mismo que decir la tranquila conversación y el debate amable y constructivo, el que no trata de imponer sino de convencer.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)