Me manda mi cuñado, desde Asturias, una foto del lavadero público de Cudillero y me propone, como tema para un nuevo artículo, este precisamente, el de los antiguos lavaderos, habituales en todos los pueblos y ciudades del país antes de la invención de los grifos y del agua corriente en las propias casas. Reconozco que la idea me seduce y me pongo a buscar fotos que me permitan ilustrar el tema; porque creo recordar que hace algún tiempo pude fotografiar algunos de ellos, como el de Trujillos, un pequeñísimo pueblo de nuestra provincia situado muy próximo a la de Jaén y, en concreto, a la población de Alcalá la Real, y el de Cónchar, en el inicio del valle de Lecrín y, por tanto, cercano a la capital.
Pero admito que el problema no está en las fotos, sino en la escasa información que yo tengo sobre la cuestión. Porque no recuerdo haber visto jamás hacer uso de estos lavaderos públicos. En mi casa, que siempre fue un piso en la misma Granada, la ropa se lavaba dentro, en una pila situada en un pequeño lavadero que había detrás de la cocina, abierto a un patio donde se tendía, o en la lavadora, que llegó muy pronto.
Bien es cierto que, por aquellos lejanos años setenta, en los que yo todavía era un niño o un adolescente, la vida en las ciudades iba muy por delante de la de los pueblos, casi como si se tratase de dos mundos con distintas velocidades: los que vivíamos en Granada empezábamos a disponer de todas las comodidades: no solo esos primeros electrodomésticos, sino también el calentador de agua en nuestros cuartos de baño, el coche, el teléfono y la calefacción.
Por desgracia, no era así en cuanto salías de la capital. Me vienen a la cabeza especialmente nuestras frecuentes visitas a la tía Tere, que vivía sola en El Fargue. En realidad se trataba de una tía de mi padre, ya que era hermana de mi abuelo. La recuerdo como una persona anciana, muy buena y cariñosa, que siempre nos recibía con la casa llena de todas las galguearías que nos gustaban: magdalenas, tortas del horno que había debajo, galletas campurrianas y napolitanas, leche condensada, chocolate,… Tardábamos muy poco en merendar como hambrientos salvajes y en dejarle la alacena completamente vacía; pero siempre, en la siguiente visita, más o menos una semana después, volvía a estar repleta de todas esas cosas. Ahora hasta siento vergüenza de este comportamiento, aunque ella disfrutaba con nuestras ocurrencias.
Sin embargo, su casa era muy humilde: solo dos habitaciones comunicadas por un vano con una gruesa cortina y una pequeña cocina con un infiernillo eléctrico y en la que todavía no había frigorífico. Entrabas directamente a la que servía de cuarto de estar y, desde ella, pasabas a los otros dos espacios. En el dormitorio, además de una cama de hierro muy estrecha y un pequeño armario, había un mueble curioso, que contenía una palangana donde mi tía se lavaba habitualmente, y un gran barreño metálico que utilizaba para poder bañarse —aunque no a diario—, porque todavía carecía de cuarto de baño. Tampoco en la cocina había grifo de agua. Y para sus necesidades fisiológicas contaba con un minúsculo retrete —sin cisterna— situado fuera de la casa, en el espacio de la escalera. Día tras día acudía con grandes jarras vacías al pilar y lavadero que había a pocos metros de su casa (hoy desaparecidos) y volvía con ellas llenas de agua. Era la que usaba para todo: su aseo, el de la vivienda y en la cocina. Y si necesitaba agua caliente, para el baño, la calentaba en una cacerola en el infiernillo y la vertía hirviendo en el barreño, donde se mezclaba con agua fría, logrando así una temperatura adecuada.
Para más inri, exactamente por delante de la puerta de su casa pasaba una acequia que siempre llevaba un gran caudal. Recuerdo cómo, desde muy pequeños, mis padres nos advirtieron de lo peligroso que podía ser caer en ella. Hoy, pienso que quizás habría sido muy fácil y barato dotar a esas viviendas de la comodidad del agua doméstica, pero eran aquellos años en los que lo moderno no había llegado aún a esta barriada de Granada a unos siete kilómetros del centro urbano, al igual que tampoco a los pueblos de la periferia.
Además, si eras pobre, ni siquiera tenías derecho a ello. La riqueza y la pobreza eran evidentes en este tipo de cosas, pero constantemente los afortunados rechazaban o se burlaban de los que no lo eran por su aspecto sucio y su frecuente mal olor, como si ellos los quisieran, y los tildaban de miserables o pordioseros. ¡Qué hipocresía! Hasta el agua ha separado a los pobres de los ricos. Y esos lavaderos públicos, pese a los encuentros y conversaciones, no eran lugares de cohesión social, sino solo donde las mujeres de las familias humildes de los pueblos y las ciudades acudían a hacer lo que las ricas nunca tuvieron que hacer.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)