I. EL POETA ELECTRÓNICO O LA GÉLIDA POESÍA
“La palabra poética no es poética por ser bella, sino por ser viva, es decir, por estar incluida en un organismo vivo que es el poema” (En el silencioso refugio de los recuerdos, Luis Rosales)
“Ha llegado la hora”, dijo la morsa, “de hablar de muchas cosas: de zapatos, y barcos, y del lacre, de coles y de reyes, y de por qué el mar está que arde y de si los cerdos tienen alas”. Como habréis adivinado, el texto se trata de un famoso pasaje perteneciente a Alicia a través del espejo de Lewis Carrol. Se utilizó en una célebre experiencia hace ya algunos decenios para tratar de probar las diferencias existentes entre una mente humana y una mente o inteligencia artificial, a la hora de crear, leer e interpretar un texto literario.
Los distintos ordenadores, programados al efecto por sus creadores para llevar a cabo la tarea, a saber: “Parry” (de Kenneth Colbe), que simulaba la personalidad paranoica de un personaje de ficción, un policía siempre en peligro de ser atacado por la mafia, “Eliza” (de Joseph Weizenbaum), que asumía la personalidad de un psiquiatra rogeriano y SHRDLU (de Ferry Winograd), que simulaba la mente de un profesor experto en semántica, dieron, tras leer el texto propuesto, las siguientes respuestas: Parry, analizando la palabra “cerdos” preguntó: “¿Se refiere Vd. a la policía?”. Eliza, valorando la personalidad del narrador, preguntó: “Oiga ¿tiene Vd. problemas psicológicos?”. Y SHRDLU, por su parte, puntualizaba que “el mar no puede arder porque su temperatura media es 15º centígrados, que los cerdos no pueden tener alas, los únicos mamíferos con alas son los murciélagos” (Adrian Berry, La Máquina Superinteligente, Alianza Editorial, Madrid, 1983, pp. 81-82).
Ninguno de estos Programas presuntamente inteligentes, se dio cuenta de que estaban no ante un enunciado supuestamente fáctico acerca del mundo real, sino ante un texto de ficción literaria, una visión caprichosa del mismo, fruto de la imaginación del poeta. Ninguno de los tres estaba en condiciones de hablar de lo bien construidas que estaban las frases o de la belleza y carácter inesperado de la lista de temas que la morsa proponía. Pero su relativa estupidez e ignorancia no tiene nada de sorprendente. A juzgar por el número de “bytes” almacenados en sus memorias (35.00 bytes para Parry; 7,200 para Eliza) el cerebro humano es aproximadamente tres millones de veces más inteligente que Parry y 14 millones de veces más inteligente que Eliza: posee 100,000 millones de “bytes”. Es cierto que desde que se llevó a cabo este experimento hasta nuestros días han pasado decenios —vale decir: casi siglos, dado que el avance, en ese lapso de tiempo, en informática, en IA y en Tecnología robótica ha sido vertiginoso, exponencial, y su progreso y perfeccionamiento verdaderamente asombrosos— sin embargo, ello no empece nuestra negativa valoración, antes expresada, acerca de su capacidad para crear o enfrentarse inteligentemente a un texto literario creativo. Recordemos cómo el gran matemático fundador de la Cibernética, Norbert Wiener, en Dios y Golem, S. A. (Siglo XXI Editores, México, 1967, pp. 80-81), reconocía que una de las ventajas del cerebro humano en comparación con las computadoras existentes en su tiempo “parecía ser la habilidad del cerebro para manejar ideas vagas, todavía imperfectamente definidas. Al manejarlas, las computadoras mecánicas, o al menos las que existen en la actualidad [hacia 1964, aproximadamente], son virtualmente incapaces de programarse a sí mismas. Tanto en poemas, como en novelas y pinturas”, concluía el gran científico pionero y acuñador del término Cibernética, “el cerebro parece encontrarse a sí mismo capaz de trabajar muy bien con elementos que cualquier computadora rechazaría por indefinidos. Dejemos al hombre las cosas que son del hombre y a las computadoras las cosas que son de ellas”.
En consecuencia, no sería un insensato atrevimiento por nuestra parte pensar que ni el más portentoso de los sistemas expertos en literatura, diseñado con los más perfeccionados ingredientes y algoritmos requeridos para llevar con éxito la tarea, creemos (o suponemos), sería capaz de leer e interpretar el texto a la manera inteligente humana, como lo haría cualquier estudiante de bachillerato. Y si se trata de componer o crear poesía los resultados no serían mucho más logrados o felices. En efecto, una máquina, además de analizar textos literarios, puede en cierto sentido crearlos/producirlos. Se cuenta que un programador anónimo dio una vez instrucciones a un ordenador para que inventara un microrrelato breve que incluyera los siguientes ingredientes: una alusión religiosa, un toque de distinción, una insinuación de sexo y un poco de misterio. El texto resultó como sigue: “¡Dios mío!”, dijo la duquesa, “estoy embarazada; ¿Quién habrá sido?”. Se había creado, en efecto, una “historia”, un micro-texto literario, pero, evidentemente, se trataba de una burda imitación de la creatividad humana, carente, más allá de nuestra interpretación humorística, misógina o freudiana, de cualquier tipo de profundidad (ibíd., p. 96).
Cuenta el escritor y poeta mexicano Gabriel Zaid, en su ensayo “La máquina de cantar” (La feria del Progreso, Taurus, Madrid, 1982, pp. 13-14), que Antonio Machado describía con cierta precisión en el Cancionero apócrifo de Juan de Mairena (poeta, filósofo, retórico e inventor de “una máquina de cantar”) la creación de un aparato destinado a burlarse de los poetas, los cantores de una nueva sentimentalidad, mostrándonos, a continuación, cómo esa “máquina maireniana de cantar” se haría realidad (las burlas se vuelven veras), apenas una treintena de años después, pues ya desde la década de los 60 del siglo XX se había logrado realizar poesía combinatoria compuesta con la ayuda de una calculadora electrónica. Nos recordaba en dicho texto, asimismo, que el Harper’s Magazine había publicado, en diciembre de 1963, un “poema”, cuyos versos —procedentes de un artilugio autómata y hechos de 3.500 palabras y 138 modelos sintácticos— no alcanzaron un nivel no ya estético, sino ni siquiera inteligible, como puede apreciarse por una de sus estrofas: “¡Oh no te asustes de este dócil jugo. / Finalmente, pocas de mis chaquetas desconfían del ganso. / Un mapache puede piar esas cenizas ardientes de la célula. / Ay, rectificar fue negro, negarse es alimenticio!” (ibid, p. 29).
Ante semejante resultado, el poeta mexicano comentaba con razón que la verdadera limitación de una computadora, en ese preciso momento, era su incapacidad de lectura concreta: “Su lectura es abstracta, aunque pueda ser muy específica. No tiene ojos para leer un milagro. Lo cual no quita que pueda hacer versos”. Seguidamente señalaba cómo Tristan Tzara, ya a principios del pasado siglo, prefiguraba esta posibilidad con la invención de una máquina aleatoria, destinada a “versificar”, para lo cual se echaban palabras en un sombrero, se agitaban como en una coctelera, y se iban sacando al azar, una a una. “La verdadera inspiración aquí” —venía a decir el poeta mexicano— “está en la invención de la máquina misma; la invención (o lectura) del azar como activado y producido, no simplemente acaecido. Es una irónica metáfora de la cabeza humana, casi una teoría. Mejor dicho, un modelo operable, si fuese cierto que así procede el pensamiento creador. El pensamiento vuela de una cosa a otra por asociaciones que de algún modo logran sacar a luz únicamente lo significativo y no toda la enorme y confusa masa del almacén cerebral” (ibid pp. 29-30).
En esa perspectiva, era evidente para Gabriel Zaid que la “escritura automática” de un cerebro electrónico también podría servir para el mismo objetivo al igual que podría servir un diccionario (no necesariamente de la rima) como “memoria” para un cerebro de construcción casera: “se vuela una moneda miles de veces y el Águila o Sol [anverso y reverso de la moneda mexicana] se convierte en una serie de números binarios; o se usa una ‘mano inocente’ y un grupo de cocteleras con papeles numerados del 0 al 9; o se consulta simplemente una tabla de números al azar, o, si se tiene paciencia, se toman los números conforme van saliendo en un sorteo de la Lotería Nacional”. Podría, pues, servir un sombrero dadaísta o el brain storming (ibid, p. 30).
Poco más de tres decenios después, y en uno de sus espléndidos textos de divulgación científica, Javier Sampedro aludía a la proposición de William Godwin según la cual la literatura sería “la gran línea de demarcación entre el reino humano y el animal” y que, desde el punto de vista cognitivo, la gran diferencia cualitativa entre ambos estaría representada por la capacidad de creatividad literaria (La creatividad literaria ya es computable, El País, viernes 12 de noviembre de 1999). Sin embargo, añadía, esa línea se difuminaría a la hora de diferenciar o discernir el reino humano de la inteligencia natural del reino electrónico de la inteligencia artificial.
Aducía para ello, como prueba de fuego, un osado experimento planteado en su página web de Internet por un escritor, Dan Hurley, y por un científico en A. I., Selmer Bringsjord, consistente en mostrar cinco comienzos de relatos literarios sobre el tema de la “traición”. Cuatro de ellos obra de otros tantos escritores y uno ideado y escrito por un programa informático de creación literaria, llamado Brutus 1, al que dotaron de una gran variabilidad en todos los aspectos de la escritura narrativa —personajes, escenarios, temas, estilo, ambientación— hasta el extremo de que el ordenador producía resultados impredecibles en cada uno de esos campos, e incluso aseguraban haber identificado media docena de ingredientes narrativos que, una vez formalizados y traducidos al lenguaje de la máquina, ofrecían al escritor de silicio el aire inequívoco de un genio creativo, poniendo lo mejor de sus algoritmos a la tarea de evitar a toda costa la “prosa mecánica”, para que el suyo no fuese un lenguaje forense y telegráfico que pudiera dejar en evidencia sus tripas de silicio.
En verdad, si Brutus 1 pecaba de algo, tal vez sería de exceso de floritura y de riqueza léxica. Ésta era la idea. El resultado, previsible, fue que muy pocos lectores fueron capaces de averiguarlo. ¿Se deducía de todo ello, que los ordenadores eran capaces realmente de creatividad literaria? ¿En qué niveles de verdadero valor estético se movía el texto diseñado por sus programadores? ¿Se trataba de una auténtica creación literaria? En cierto modo sí, pero sin ningún valor estético, creatividad ni profundidad humanas. Es evidente que este tipo de procedimientos de hacer o fabricar poesía apenas tuvo continuadores (aunque sí precedentes, en las vanguardias de principios del siglo XX (dadaístas, ultraístas, imaginistas, surrealistas) y que todos los intentos posteriores de crear poemas valiéndose de ese tipo de artilugios, ya fueran sombreros, monedas, automatismos inconscientes o azarosos, torbellinos de ideas o programas de ordenadores electrónicos, han resultado estériles, vías muertas para la verdadera creatividad poética.
(Continuará)
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Catedrático de Filosofía