En mi caja de recuerdos –esa que ya conocéis– acabo de ingresar una definición de un «amigo de las redes sociales» (estoy pensando seriamente retractarme de algunas de mis opiniones sobre ellas), Pablo Rivero: «Ciudadanos del montón» (como si el principio inalienable de la igualdad hubiese sido sustituido por el de «castas, linajes o raleas»).
Lo que es un ‘sentimiento’ de muchos de los que habitamos estas tierras –y que comparto plenamente– es responsabilidad única y está siendo aumentado hasta límites insospechados por los iluminados seguidores de las tesis de la división social, al confabularse para ampliar sus horizontes de acción, intentando acaparar campos como el de la convivencia, las doctrinas personales o el desarrollo comunitario… Y que, por mucho que intenten disfrazarlo de «acciones en aras del progreso», las consecuencias que se obtienen en la práctica suelen ser ominosas, pues no sólo dejan de un lado el «saldo positivo de la historia», sino que lo niegan en toda su extensión.
«Lo actual y el futuro –mantienen, además, los socios del antedicho clan– no pueden verse lastrados por nada ni por nadie», aserción que, desde mi punto de vista, raya en el endiosamiento y que, sin duda, puede acarrear la aniquilación moral colectiva, al pretender sustituir acervos por ficciones tan paradisiacas como irreales.
Hace ya tiempo que vengo manteniendo como mía la idea, asegurada, de la bondad de la ‘evolución’ frente al desconcierto de cualquier ‘revolución’, juicio en el que, sabéis, he perseverado contra viento y marea, apoyándome siempre en la sensatez de ciertas convicciones tenidas por inviolables: los derechos humanos, la libertad de cátedra y conciencia y el entendimiento en paz.
Ahora no es que me asalte duda alguna al respecto, sino que la desconfianza sobrevenida se refiere a la interpretación que se está dando a algunas de las normas con las que nos habíamos dotado con carácter natural.
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de
Ramón Burgos
Periodista